Dicen que cada nueva mañana nos trae mil rosas; sí
pero
¿dónde están los pétalos de la rosa de ayer?
Omar Khayyam
1.
El bacilo de Koch
En cierta ocasión, hace ya mucho tiempo, vi un
fantasma.
Sí, un espectro, una aparición, un espíritu; lo puedes
llamar como quieras, el caso es que lo vi. Ocurrió el mismo año en que el
hombre llegó a la Luna
y, aunque hubo momentos en los que pasé mucho miedo, esta historia no es lo que
suele llamarse una novela de terror.
Todo comenzó con un enigma: el misterio de un objeto
muy valioso que estuvo perdido durante siete décadas. Las Lágrimas de Shiva,
así se llamaba ese objeto extraviado. A su alrededor tuvieron lugar venganzas
cruzadas, y amores prohibidos, y extrañas desapariciones. Hubo un fantasma, sí,
y un viejo secreto oculto en las sombras, pero también hubo mucho más.
A veces, sin saber muy bien cómo ni por qué, suceden
cosas que nos cambian por dentro y nos hacen ver el mundo de otra forma. Con
frecuencia, se trata de sucesos triviales, acontecimientos a los que, cuando se
producen, apenas concedemos algún valor, pero que a la larga acaban adquiriendo
una inesperada trascendencia. Eso fue lo que ocurrió cuando mi padre cayó
enfermo.
Un ser microscópico, el bacilo descubierto por un
alemán llamado Robert Koch, desencadenó la cadena de sucesos que acabarían
conduciendo a aquel verano de 1969. Y ese verano fue muy especial: mi padre
enfermó, yo me fui de casa, el hombre llegó a la Luna, vi un fantasma y descifré
un antiguo misterio. Sí, sucedieron muchas cosas ese año, pero lo más
importante de todo fue conocerlas a ellas. Las cuatro flores, así las llamaba
su madre: Rosa, Margarita, Violeta y Azucena, mis primas. Ellas me mostraron un
mundo secreto e íntimo, una realidad próxima y cotidiana, pero que hasta
entonces había sido totalmente ajena a mí.
Todo eso sucedió hace mucho, claro. Por aquel entonces
no había ordenadores personales, ni videojuegos, ni televisión por satélite. A
decir verdad, ni siquiera había televisión en color. Era una época en blanco y
negro, un tiempo de cambios, al menos más allá de nuestras fronteras. En otros
países, los estudiantes tomaban las calles exigiendo un mundo mejor, los hippies
adornaban con flores sus largos cabellos, las mujeres reclamaban los mismos
derechos que los hombres, los jóvenes se manifestaban en contra de la guerra de
Vietnam, las chicas usaban minifalda y biquini, los chicos imitaban a Paul,
John, George y Ringo.
Esto ocurría en Francia, en Inglaterra, en Holanda o
en Estados Unidos, pero en España las cosas eran distintas. Había una
dictadura; el viejo general Franco todavía controlaba con mano de hierro todo
cuanto sucedía en el país, dictando –era un dictador– lo que podíamos o no
podíamos hacer, ver o decir. Mientras el mundo bullía de creatividad y nuevas
ideas, España dormía una larga siesta que ya duraba treinta años y de la que
parecía no ir a despertar jamás. Claro que yo, entonces, no era muy consciente
de todo aquello. En casa jamás hablábamos de política –nadie lo hacía en el
país, al menos en voz alta y sin miedo–, y creo que no me di cuenta de lo
injustas que eran las cosas hasta que Margarita me enseñó el auténtico
significado de la palabra libertad.
Pero no es de política de lo que quiero hablar, sino
de un fantasma, de misteriosas desapariciones, de una tumba vacía, de viejas
rencillas familiares y de un secreto largamente oculto.
Papá cayó enfermo a principios de año, poco después de
Navidad. Llevaba tiempo sintiéndose mal –tosía mucho y le dolía el pecho–, pero
a papá le horrorizaban los hospitales y creo que, de no haber sido por la
insistencia de mamá, jamás hubiera acudido a la consulta de un médico. El caso
es que acabó yendo, y el doctor, tras realizarle diversos análisis, le
diagnosticó tuberculosis. Afortunadamente, la enfermedad había sido advertida a
tiempo y tenía fácil curación, aunque el tratamiento sería largo.
A finales de enero, papá ingresó en un sanatorio
situado en la sierra, a unos sesenta kilómetros de Madrid. El aire puro de las montañas
era, al parecer, muy conveniente para su restablecimiento, y ése fue el motivo
de que se ausentara cinco meses de casa. Le echó mucho de menos durante ese
tiempo, ya que, para evitar el contagio, ni mi hermano ni yo podíamos visitarle
y, aunque solíamos hablar con él por teléfono, aguardábamos con impaciencia su
regreso. Sin embargo, cuando éste se produjo, yo no iba a estar allí para
recibirle.
Mamá le visitaba dos veces a la semana, los jueves y
los sábados. Después de dejarnos a mi hermano Alberto y a mí en el colegio, se
sentaba al volante de su pequeño Seiscientos y ponía rumbo a la sierra, para
regresar a última hora de la tarde, tras haber pasado todo el día en la
clínica.
Un jueves, a mediados de junio, mamá volvió a casa un
poco antes de lo habitual y nos reunió a mi hermano y a mí en el salón para
comunicarnos algo muy importante:
–Vuestro padre está mucho mejor. Volverá a casa a
finales de mes.
Mi hermano y yo recibimos con alegría la noticia, pero
mamá, en vez de sumarse a nuestro entusiasmo, permaneció silenciosa y
circunspecta. Al cabo de unos segundos, anunció:
–Hay un pequeño problema. Vuestro padre todavía no se
ha restablecido del todo y aún existe riesgo de contagio –hizo una pausa y
prosiguió: Por tanto, hemos decidido que pasaréis el verano fuera de casa. Tú,
Alberto, vivirás con tío Esteban. En cuanto a ti, Javier, irás a casa de tía
Adela.
Me quedé con la boca abierta, pasando de la sorpresa
al horror en apenas un segundo. Tío Esteban era hermano de papá y vivía en
Madrid junto a su mujer y sus tres hijos varones. Pero tía Adela...
–¡Pero tía Adela vive en Santander! –protesté.
Aunque mamá me dedicó una sonrisa, tras la afable
expresión de su rostro pude adivinar una inquebrantable determinación. Sin
duda, ella sabía que yo iba a protestar y, sin duda también, no estaba
dispuesta a dar su brazo a torcer.
–Santander es una ciudad preciosa –dijo–, y podrás ir
a la playa todo el verano. Además, mi hermana tiene cuatro hijos...
Cuatro hijas –la corregí, poniendo mucho énfasis en la
«a» de la última palabra.
–Sí, cuatro hijas. Precisamente una de ellas, creo que
Violeta, es de tu edad, así que tendrás una amiguita con quien jugar.
Podría haberle dicho que ya era demasiado mayor para
jugar con nadie, y menos con una chica; podría haberle dicho que la idea de
tener una «amiguita» me repateaba el hígado; podría haberle dicho que estaba
harto de ser el último mono de la familia... Sí, podría haberle dicho todo eso,
pero no lo hice, pues sa-bía que hubiera
sido inútil.
–¿Por qué no voy también a casa de tío Esteban?
–insistí–. Así no tendría que irme de Madrid y podría estar con Alberto.
–En casa de tío Esteban sólo hay una cama libre
–respondió mamá en tono paciente.
–Bueno, ¿y por qué tengo que irme yo? ¿Por qué no se
va Alberto a Santander y yo me quedo en Madrid?
Mamá suspiró.
–Porque Alberto es demasiado mayor para vivir en casa
de tía Adela.
¿Demasiado mayor? Alberto cumpliría diecisiete años en
julio, y yo ya tenía quince; tampoco era tanta la diferencia de edad.
–¿Y qué más da que sea mayor? No lo entiendo.
–Ya lo entenderás dentro de unos años.
–Pero...
Mamá sacudió la cabeza y se cruzó de brazos.
–No insistas, Javier. Tu padre y yo hemos discutido
este asunto largo y tendido y ya hemos tomado una decisión. Cuando acabes el
curso, irás a casa de mi hermana y, créeme, pasarás el mejor verano de tu vida.
Ahora volved a vuestro cuarto y seguir estudiando, que a mí todavía me queda un
montón de cosas por hacer.
A punto estuve de protestar, de decirle lo injusta y
arbitraria que me parecía aquella decisión, pero todo conato de rebeldía estaba
condenado al fracaso, pues a mamá, cuando se le metía algo en la cabeza, era
sencillamente imposible hacerle cambiar de idea. Así que adopté mi mejor
expresión de dignidad ofendida y me dirigí, junto con Alberto, a nuestro
dormitorio.
–¡Qué suerte tienes, cabronazo! –me espetó mi hermano
nada más entrar en el cuarto.
Le miré con suspicacia. ¿Me estaba vacilando? Una de
las principales ocupaciones de Alberto era hacerme la vida imposible; sin
embargo, ahora parecía sincero, como si realmente me envidiase.
–Qué suerte tienes tú –repliqué–. Te quedas en Madrid
y a mí me mandan al quinto pino.
Alberto movió la cabeza de un lado a otro, como si yo
fuera un caso perdido y él, un pozo de sabiduría.
–Eres más infantil que un kilo de tebeos –masculló en
tono despectivo–. ¿Por qué dice mamá que soy demasiado mayor para vivir en casa
de tía Adela?
–Y yo qué sé...
–Pues porque esa casa está llena de tías, so memo. Las
hermanitas Obregón, nuestras primas. Estuvimos hace cinco años en Santander,
¿es que no te acuerdas de ellas?
Intenté hacer memoria, pero sólo pude evocar una
confusa imagen llena de trenzas, correctores dentales y zapatos de charol.
–Eran unas crías –objeté.
–Sí, lo eran, hace cinco años. Pero han crecido,
pedazo de subnormal, y ahora tienen tetas, culo y, en fin, todo lo que hay que
tener. Además, he visto fotos suyas recientes –movió las cejas de arriba abajo,
con aire de complicidad–. La mayor está buenísima, para mojar pan, chaval. Y la
siguiente también está maciza. Usa gafas, pero se las quitas y parece una
sueca. Incluso la que tiene tu edad está buena. Un poco plana, pero guapa. La pequeña... Bueno, todavía es muy pequeña,
pero las otras están para comérselas. Por eso no quiere mamá que yo viva allí.
Sería como meter un gallo en un gallinero –suspiró–. Y por eso vas tú, imbécil,
porque eres un crío y no sabrías ni encontrarte la picha en una habitación oscura
–se encogió de hombros–. Pero a lo mejor las pillas en bragas. Oye, si las ves
en pelotas, toma nota, chaval, que luego me lo tienes que contar con detalle.
Mi hermano vivía en permanente estado de lujuria. Era
virgen, por supuesto, y tenía tanta experiencia en asunto de mujeres como un
beduino en hacer esquí de fondo. Pero estaba obsesionado y cuatro de cada tres
pensamientos los dedicaba al seco.
–Eres un cerdo –le dije.
–Sí, un guarro –asintió él con una satisfecha sonrisa–.
Y tú, un pasmao. Desde luego, Dios da pañuelo a quien no tiene moco.
Anda, chaval, vete a jugar con los Madelman.
Alberto me contempló con desdén. Luego,
desentendiéndose de mí, se sentó frente a su mesa y, tras espantar los lascivos
fantasmas que rondaban por los estrechos corredores de su cerebro, volvió a
empollar su libro de matemáticas.
Yo también intenté estudiar, pero estaba distraído y
no podía concentrarme. La noticia de que iba a pasar el verano en Santander,
que tanto me había horrorizado al principio, ya no se me antojaba tan nefasta.
En fin, no es que me apeteciera ir; prefería quedarme en Madrid, por supuesto,
con mi familia y mis amigos. Sin embargo, comenzaba a sentir curiosidad hacia
aquellos parientes norteños a los que apenas había visto un par de veces en mi
vida y de los que tan poco sabía. En particular, había algo que, quizá por el
entusiasmo de mi hermano, me intrigaba cada vez más.
¿Quiénes y cómo eran mis primas?
Los exámenes me revolvían las tripas. Lo digo en
serio: me descomponía, me entraba diarrea. Invariablemente, antes de comenzar
un examen tenía que ir al servicio y, luego, pasaba el resto del día con mal
cuerpo. Afortunadamente, la época de exámenes quedó atrás y entramos en ese
limbo extraño que eran los días inmediatamente anteriores al final de curso.
Todos, profesores y alumnos, queríamos irnos de allí, nadie hacía nada, pero
alguna sádica norma ministerial nos obligaba a permanecer mano sobre mano,
sumidos en el tedio de aquellas aulas sombrías.
Aproveché esas horas muertas para reflexionar. No lo
hacía sobre nada en concreto; pensaba en mi padre, en el verano, en Santander...
y en las chicas. Las mujeres eran para mí un enigma, una especie de acertijo
que, por mucho que lo intentaba, no lograba desentrañar. En aquella época, los
centros de enseñanza no eran mixtos. Había colegios masculinos y colegios
femeninos, de modo que rara vez nos relacionábamos con personas de nuestra
misma edad, pero de diferente sexo. Hasta hacía poco, las chicas no me habían
interesado lo más mínimo. Ni les gustaba el fútbol, ni sabían tirar piedras, ni
orinaban de pie; así que, a mi modo de ver, eran unos seres raros y aburridos.
Sin embargo, poco a poco había ido cambiando de
parecer, y las chicas comenzaron a interesarme; primero de forma vaga, con
sorprendente intensidad después. Incluso llegué a preocuparme, temiendo que,
con los años, pudiera convertirme en un cretino hiperhormonado como mi hermano,
aunque en el fondo de mi ser albergaba la certeza de que nunca llegaría a caer
tan bajo.
El problema era que no sabía cómo comportarme con las
chicas... No, ése no era el auténtico problema. Si quiero ser sincero, debo
reconocer que las chicas me daban miedo. Cada vez que estaba delante de alguna
muchacha de mi edad sudaba frío, se me secaba la boca y, lamento decirlo, me
descomponía. Era como pasar un examen.
Y ahora, de repente, iba a vivir en una casa llena de
mujeres.
Lo curioso del asunto es que aquella idea, aunque
todavía m desconcertaba un poco, se me antojaba cada vez más excitante. No me
refiero a excitarme en el sentido de los eróticos delirios de mi hermano; se
trataba más bien de la clase de expectación que sentimos hacia lo desconocido,
como cuando comenzaba a leer una novela de ciencia ficción y la promesa de un
universo de maravillas se abría ante mí.
Finalmente, el limbo se disolvió en la nada de donde
había surgido y llegó el fin de curso. Lo aprobé todo y con buenas notas. Mamá
se sintió tan orgullosa de mí que llamó por teléfono a papá para contarle lo
listo que era su hijo. Yo también hablé con él, y escuché a través de la línea
sus felicitaciones, y sentí muchas ganas de abrazarle y darle un beso, quizá
porque estaba lejos y hacía mucho que no le veía; pero puede que también fuera
porque, desde que yo me consideraba mayor, había dejado de besarle. Es extraño:
¿por qué conforme crecemos, a los hombres nos avergüenza más y más mostrar
nuestros sentimientos? Porque somos idiotas, supongo.
Aquella tarde me quedé en casa. Alberto, que también
había aprobado, se fue a celebrarlo con sus amigos; pero yo me sentía, no sé,
raro, melancólico, y no me apetecía salir. Después de comer, estuve un rato
leyendo, hasta que, a eso de las cinco y media, me dirigí al salón. Allí estaba
mamá, sentada en su butaca familiar, zurciendo unos calcetines de Alberto. La
persiana estaba echada, pero el sol se colaba por las rendijas en forma de
hileras de luz y dibujaba sobre el parqué una sucesión de resplandecientes
líneas paralelas. En la radio que estaba sobre el aparador sonaba Lola,
de los Brincos. Me senté en el sofá y estuve un rato escuchando la canción
mientras veía a mamá coser.
–Ya te he comprado el billete de tren –dijo ella, de
repente, sin apartar la mirada del hijo y la aguja–. Saldrás para Santander el
próximo viernes.
–Vale –contesté.
Supongo que mamá esperaba alguna resistencia por mi
parte, pues me miró de soslayo y preguntó:
–¿Te pasa algo?
–No, estoy bien –hice una larga pausa y agregué–:
¿Cómo es tía Adela?
–Estuvimos en su casa hace unos años, ¿no te acuerdas?
Sacudí la cabeza.
–Lo único que recuerdo es que era muy guapa.
–Y lo sigue siendo –mamá arqueó una ceja–. Cuando
éramos jovencitas, ella se llevaba a los chicos de calle. Era desesperante; mi
hermana mayor me quitaba todos los novios.
–¿Os llevabais mal?
–De jóvenes, sí; supongo que la envidiaba. Luego,
aprendimos a respetarnos y todo fue mejor entre nosotras.
–Pero no os veis mucho.
–Nos escribimos y hablamos por teléfono con
frecuencia. Lo que pasa es que nuestras vidas tomaron rumbos diferentes. Ella
se casó con Luis, se trasladó a Santander y, poco a poco, fuimos perdiendo el
hábito de vernos.
–¿Y tío Luis, cómo es?
Mamá sonrió con ironía.
–Luis Obregón pertenece a una de las familias más
antiguas de Santander. Ahora ha engordado un poco, pero de joven era todo un
galán. Es muy simpático, aunque siempre ha estado algo loco y, con los años, se
ha ido volviendo cada vez más excéntrico. Te caerá muy bien, ya verás.
–¿A qué se dedica?
–Es ingeniero industrial. Hace unos años inventó no sé
qué y ahora vive de las rentas que le producen sus patentes.
Vaya, así que tenía un tío inventor...
–¿Y cómo son sus hijas? –pregunté con calculada indiferencia.
Mamá dejó el calcetín que estaba zurciendo sobre el
regazo.
–Esta primavera, Adela me mandó una foto de las niñas
–señaló la libreta–. Está en ese álbum verde. Tráemelo, por favor.
Cogí el álbum y se lo entregué a mamá. Ella lo abrió y
fue pasando las páginas hasta encontrar lo que buscaba.
–Aquí está. Míralas.
Contemplé la fotografía que me mostraba mi madre:
cuatro chicas situadas en un jardín, frente a un vetusto caserón de tres
plantas. Todas eran rubias y –¡Alberto tenía razón!– todas eran guapísimas.
–Ésta es Rosa, la mayor –dijo mamá, señalando la foto
con el dedo–. Ahora debe de tener dieciocho años.
Rosa era la más alta de las cuatro y, aunque llevaba
un vertido amplio que le llegaba hasta los tobillos, se notaba que era delgada
y esbelta. Tenía el pelo largo, los ojos azules y un rostro armonioso. Creo
que, hasta entonces, nunca había visto a una mujer tan guapa.
–Y ésta es Margarita –señaló mamá–. Tienes
dieciséis... No, ya debe de haber cumplido diecisiete.
Margarita era un poco más baja que Rosa. Vestía
pantalones de pana y jersey de cuello alto. Tenía el pelo del mismo tono que su
hermana mayor, pero lo llevaba más corto, en forma de media melena. Usaba gafas
de montura metálica y lentes redondas, como las de John Lennon.
–Ésta es Violeta –prosiguió mamá, desplazando el
índice sobre la foto un par de centímetros a la derecha–. Tiene tu misma edad.
Nació en febrero del 54, lo recuerdo bien; dos meses antes que tú...
Violeta tenía el pelo más oscuro que sus hermanas y lo
llevaba muy corto y revuelto. Vestía como un chico –pantalón vaquero y camisa
de cuadros escoceses–, pero tenía un rostro demasiado bonito para que su sexo
se prestara a confusión. Era la única que no sonreía; en sus ojos, también
azules, había un deje de fastidio, como si no le gustase que la fotografiaran.
–Y por último, Azucena, la más pequeña de la familia.
Si no recuerdo mal, acaba de cumplir doce años.
En cierto modo, Azucena era la más guapa de todas,
pero su belleza aún era una promesa por confirmar, pues todavía no se había
desarrollado plenamente. Vestía una blusa blanca y una falda plisada, llevaba
el pelo recogido en una coleta, tenía los ojos enormes y sonreía a la cámara
con timidez.
De modo que ésas eran mis primas... Permanecí unos
segundos contemplando aquel retrato de grupo, intentando imaginar cómo serían
sus voces, su olor, su forma de ser. Todas ellas se parecían mucho entre sí,
pero al mismo tiempo eran muy distintas, como si fueran diferentes versiones de
un mismo tema. Señalé el edificio que se encontraba a su espalda y pregunté:
–¿Ésa es su casa?
–Sí, Villa Candelaria. Cuando estuvimos en Santander
vivimos allí. ¿No te acuerdas?
Me encogí de hombros.
–Un poco –respondí–. Parece muy vieja.
–Y tanto. Se construyó hace más de siglo y medio.
Mamá cerró el álbum y lo dejó sobre la mesa. Luego
cogió el calcetín de Alberto y se puso de nuevo a zurcirlo. Unos segundos más
tarde, comentó:
–¿Sabes?, a comienzos de siglo los Obregón eran muy
ricos.
–¿Y ya no lo son?
–Se arruinaron durante la guerra. No es que sean
pobres; al contrario, Luis se gana muy bien la vida. Pero el apellido Obregón
ya no tiene el lustre de otros tiempos.
–¿Qué les pasó?
Mamá dio una última puntada al calcetín y cortó el
hijo con los dientes.
–¿Has oído decir eso de que todas las familias
esconden un esqueleto en el armario? –preguntó mientras guardaba el huevo de
zurcir en el costurero–. Pues el esqueleto de los Obregón se llama las Lágrimas
de Shiva.
–Las Lágrimas de Shiva... –repetí–. ¿Qué es eso?
Mamá esbozó una sonrisa enigmática y me miró con
socarronería.
–Es una historia muy antigua y muy misteriosa –dijo–.
Pero no te la voy a contar; cuando estés en Santander, pregúntaselo a ellos. Y
pregúntales también por Beatriz Obregón. Pero será mejor que lo hagas con mucha
diplomacia, porque el asunto, aunque sucedió hace casi setenta años, sigue
levantando ampollas.
* * *
La semana que precedió a mi partida estuvo marcada por
ese tedio suave y sensual que, con el comienzo del verano, poco a poco lo iba
invadiendo todo. Me levantaba tarde, veía la televisión –mis series favoritas
eran Los Vengadores y Jim West–,
leía en la terraza o salía con mis amigos.
Por aquel entonces, mis dos mejores amigos eran Tito y
José Mari. Nos conocíamos desde el parvulario, habíamos crecido juntos y no
tardamos en convertirnos en un triunvirato inseparable. Solíamos ir juntos al
cine, o a la piscina, o a los billares, o sencillamente dábamos largos paseos
por la ciudad, sin rumbo fijo, hablando de todo y de nada. No sé cuánto hay de
mí en ellos, pero estoy seguro de que su amistad contribuyó, en gran medida, a
conformar la clase de persona que ahora soy.
El jueves por la tarde –la víspera de mi viaje a
Santander–, salimos a dar un paseo. Durante una hora deambulamos perezosamente
por las calles, sin hacer nada en particular ni hablar mucho. Por algún motivo
–quizás a causa de nuestra próxima separación–, nos mostrábamos taciturnos y
desanimados, y al final acabamos sentados en un banco, discutiendo cuáles eran
los mejores tebeos. El hombre enmascarado, Asterix o Flash Gordon.
José Mari abogaba también por Mortadelo y Filemón, pero yo zanjé el
debate declarando que las mejores historietas de todos los tiempos eran, sin
lugar a dudas, Las aventuras de Tintín. Todos convenimos que ésa era la Verdad Absoluta y,
acto seguido, nos sumimos en un prolongado silencio.
Al cabo de cinco largos minutos, Tito tuvo una
insólita idea: celebrar una carrera de chapas. No jugábamos a las chapas desde
que éramos unos críos, pero, de pronto, aquello nos pareció el mejor plan
posible. Así que, con un trozo de yeso, dibujamos sobre la acera un intrincado
circuito y pasamos la siguiente hora intentando conseguir que nuestras chapas
de Coca-Cola fueran las primeras en cruzar la línea de meta.
Entonces ocurrió algo extraño. Fue como si, de pronto,
volviéramos a la niñez. El abatimiento se disolvió en un estallido de alegría y
dedicamos el resto de la tarde a hacer las mismas cosas que hacíamos cuando
teníamos once o doce años. Jugamos a pídola, trepamos por andamios, fuimos
perseguidos por airados porteros, celebramos un partido de fútbol con una lata
e, incluso, practicamos el tiro de piedras entre los escombros de un solar.
Creo que fue la última vez que disfruté de la vida
como un niño, sin preocupaciones y con total inocencia. Más adelante, cuando,
después del verano, Tito, José Mari y yo volvimos a reunirnos, las cosas fueron
muy distintas. Tanto ellos como yo habíamos crecido por dentro y nuestros
intereses estaban cada vez más alejados de lo que nos divertía cuando éramos
niños. Hubo otros muchos buenos momentos, por supuesto, pero ninguno fue tan
radiante, tan jubiloso y pletórico, como aquella tarde que pasamos juntos,
jugando a ser pequeños otra vez.
A las diez de la noche, tras despedirme de mis amigos
–con esa tosquedad que empleamos los hombres cuando nos ponemos sentimentales y
no queremos que se nos note–, regresé a casa. Mamá ya me había hecho el
equipaje, así que me limité a meter en la maleta un par de docenas de libros.
Eran todos de ciencia ficción, mi género favorito. Escogí novelas de Isaac
Asimov, de Arthur C.Clarke, de Robert Heinlein, de Clifford F.Simak o de
Fredric Brown, y, mientras lo hacía, pensaba que aquellas lecturas no podían
ser más adecuadas, pues, en cierto modo, aquel verano sería un verano de
ciencia ficción. En julio de 1969, el hombre llegaría a la Luna.
Me fui a la cama poco después de cenar. Estaba
cansado, pero tardé mucho en conciliar el sueño. Me sentía inquieto y notaba
una especie de vacío en el estómago. Era como si me hubiesen robado algo y, al
mismo tiempo, un regalo extraordinario estuviera esperándome en algún incierto
recodo de mi futuro.