2. VILLA CANDELARIA
A primera hora de la mañana, mamá y Alberto me
acompañaron a la Estación
del Norte y, después de facturar la maleta, se quedaron conmigo en el andén
para hacerme compañía hasta que el tren partiese. Mamá me entregó una bolsa con
dos bocadillos para el viaje –uno de tortilla y otro de jamón–, y acto seguido
procedió a impartirme una larga retahíla de recomendaciones y advertencias. Que
fuera educado, que obedeciera a los tíos, que masticara la comida en vez de abrevar,
que no me bañara en la playa si había bandera roja, que me abrigara por las
noches, que la llamara si necesitaba algo, que me lavara los dientes todos los
días...
Creo que hubiera podido seguir así durante horas y
horas, de no ser porque el silbato del tren reverberó en la estación anunciando
su próxima salida. Entonces, mamá se abrazó a mí y, sin poder reprimir unas
lágrimas, me dio dos besos y me recomendó que me cuidara mucho. Luego, para mi
sorpresa, Alberto me pasó un brazo por los hombros y me llevó a un aparte. Pero
no se trataba de un gesto de cariño fraternal; eso difícilmente podía esperarse
de mi hermano, como quedó claro cuando me susurró al oído:
–Escucha, capullo, si cuando vuelvas me traes unas
bragas usadas de Rosa, te doy veinte duros.
Me aparté de él y lo contemplé con franco desdén.
–Estás más salido que un nomo –le dije.
Alberto sonrió de oreja a oreja.
–Sí, chaval, pero este mono paga al contado.
El silbato volvió a sonar. Subí apresuradamente al
vagón y me asomé por la ventanillo justo cuando el tren se ponía en marcha.
Mamá, de pie en el andén, agitaba una mano despidiéndose de mí, mientras que
con la otra se enjugaba las lágrimas. Detrás de ella, Alberto me hacía muecas y
gestos obscenos. Yo me quedé asomado a la ventanilla, diciendo adiós con la
mano, mientras sus figuras se empequeñecían en la distancia. Luego, cuando se
perdieron de vista, suspiré con un poco de tristeza y fui en busca de mi
asiento.
El viaje al Norte había comenzado.
* * *
Poco cabe decir de aquel viaje. Pasé gran parte de la
mañana leyendo una novela de ciencia ficción –Universo de locos–, y el
resto de tiempo lo dediqué a mirar por la ventanilla, aunque el paisaje que se
divisaba no mostraba más que una interminable sucesión de campos de cereales.
De vez en cuando distinguía, a lo lejos, pequeños pueblos de teja y ladrillo, o
tractores y cosechadoras faenando en los sembrados, pero el panorama que me
acompañó durante la primera mitad del trayecto se parecía mucho a un mar de oro
suavemente agitado por un oleaje de espigas.
El tres paraba en cada estación o apeadero que
encontraba en su camino, de modo que el viaje se me hizo eterno. Poco después
del mediodía, cuando más apretaba el calor, me quedé dormido. Desperté un par
de horas más tarde, con la boca seca, sintiéndome pegajoso y entumecido. Me
levanté para ir al servicio; luego, le compré al revisor un refresco y regresé
a mi asiento para dar buena cuenta de los bocadillos que me había preparado mi
madre. Mientras comía, advertí que el paisaje había cambiado por completo. En
aquel momento cruzábamos una zona montañosa plagada de bosques, muy diferente a
la seca meseta de donde habíamos partido.
Pero eso sólo era un anticipo de lo que me esperaba.
Una hora más tarde, conforme nos aproximábamos a las húmedas tierras del Norte,
la vegetación se fue tornando cada vez más exuberante. Dejamos atrás las altas
montañas y nos adentramos en una región salpicada de pequeños valles tapizados
de hierba, un territorio boscoso surcado por numerosos ríos y arroyos. Poco
después, comenzó a llover. Me sentí extraño. No recordaba que el Norte fuese
tan verde y, acostumbrado a la aridez de Madrid, aquella densa vegetación,
semejante a una selva, se me antojaba un paisaje del pasado, como si el tren
fuera una máquina del tiempo que me condujera a la época en que los celtas aún
poblaban las costas del Cantábrico.
Finalmente, a media tarde, llegamos a la estación de
Santander. Se suponía que mis tíos estarían allí, pero lo cierto es que no
había nadie esperándome, así que recuperé mi maleta y me dispuse a aguardar.
Poco a poco, el andén se fue vaciando de gente, hasta que me quedé solo. El
rumor de la lluvia contra el techo resonaba monótonamente en la estación,
confundiéndose con el lejano ronroneo del motor de una locomotora. Abrí mi
novela, me senté sobre la maleta y me puse a leer.
–¡Javier! –dijo una voz al cabo de unos minutos.
Volví la cabeza y vi que un hombre se aproximaba a mí
con paso rápido. Tendía unos cuarenta y cinco años, el pelo castaño claro,
peinado hacia atrás, quizá demasiado largo, y lucía un cuidado bigote que le
brindaba cierto aire de galán anticuado. Conforme caminaba, su negra gabardina
ondeaba en el aire como la capa de un superhéroe. Era tío Luis.
–Caray, muchacho, lo siento –dijo cuando llegó a mi
altura–. Se me fue el santo al cielo y me olvidé de que tenía que recogerte.
¿Llevas mucho tiempo esperando?
.No, qué va, quince minutos o así.
–Perdona, soy muy despistado. Anda, sobrino, dame un
abrazo –me palmeó la espalda con energía; luego, se apartó de mí y, manteniendo
sus manos sobre mis hombros, me contempló en silencio durante unos segundos–.
Ahora debería decirte lo mucho que has crecido –prosiguió–, pero supongo que
estarás harto de esa clase de comentarios, así que no diré nada. Vamos, tengo
el coche ahí fuera. Déjame que te ayude con la maleta.
Cuando salimos de la estación llovía a raudales. Tío
Luis comentó que, hasta el día anterior, había hecho un tiempo excelente, pero
no tardé en descubrir que eso era lo que siempre decían los norteños, aunque
llevaran semanas padeciendo los rigores de una galerna. No obstante, apenas
presté atención al clima local, pues al ver el coche de tío Luis me quedé con
la boca abierto. Supongo que esperaba encontrar un utilitario normalito, pero
el automóvil resultó ser un deportivo. Un Jaguar E, para ser precisos;
de color negro, llantas cromadas y con un larguísimo morro que prometía un
auténtico raudal de potencia.
–Es precioso... –comenté tras acomodarme en el asiento
del copiloto.
Tío Luis sonrió, satisfecho, y acarició con la yema de
los dedos la madera del salpicadero.
–Sí que lo es. Se trata del modelo de 1961, el primero
de la serie E. Motos de tres mil ochocientos centímetros cúbicos, tres
carburadores y doscientos sesenta y cinco caballos de potencia. La verdad es
que es mi ojito derecho.
Tras decir esto, dedicó una mirada de amante al cuadro
de mandos de su vehículo y giró la llave de contacto. El motor rugió con
impaciencia, mi tío conectó los limpiaparabrisas, metió la marcha y, acto
seguido, con un chirrido de neumáticos, arrancó a toda velocidad.
Por decirlo de algún modo, tío Luis conducía como un
loco. Abandonamos el aparcamiento en un suspiro, enfilamos hacia el Paseo de
Pereda con un brusco derrapaje y, luego, todo fue aceleración y vértigo. Más
tarde descubrí que el mar se encontraba a mi derecha, pero entonces ni siquiera
lo vi; estaba demasiado ocupado en apretar los dientes y agarrarme al asiento.
Durante el trayecto, mientras conducía dando bruscos volantazos y súbitas
frenadas para sortear el tráfico, tío Luis no dejaba de hablar. Se interesó por
la salud de mi padre y preguntó por mamá y por Alberto, pero yo apenas pude
responder con monosílabos, pues tenía un nudo en la garganta y la íntima
convicción de que nos íbamos a estrellar en cualquier momento.
Pero no nos estrellamos. Al llegar a la altura de la
península de La Magdalena,
giramos a la izquierda y, como una exhalación, pusimos rumbo hacia El
Sardinero, la zona residencial donde vivían mis tíos. Afortunadamente, tío Luis
redujo la velocidad al abandonar la avenida principal y adentrarse en el dédalo
de callejas estrechas que se extendía por detrás de la primera línea de playa.
Aun así, cuando llegamos a nuestro destino, detuvo el Jaguar con un
brusco frenazo que me lanzó, primero, hacia delante, y después hacia atrás.
Al bajar del coche las piernas me temblaban. La lluvia
había menguado hasta convertirse en un suave chirimiri, pero el cielo seguía
cubierto y oscuro. Mientras tío Luis abría el maletero para sacar mi equipaje,
me quedé mirando la casa frente a la que nos habíamos detenido. Era un viejo
edificio de tres plantas con una pequeña torre en la parte superior. La fachada,
pitada de blanco y verde, gravitaba sobre un enorme porche sostenido por cuatro
columnas cubiertas de enredaderas. En la segunda planta, a izquierda y derecha,
había dos grandes miradores acristalados. El caserón estaba rodeado por un
amplio y bien cuidado jardín, con setos de arrayán, multicolores macizos de
hortensias y tamarindos de enrevesada copa. Una valla de piedra rodeaba el
terreno. En una de las jambas del portalón de entrada había una placa de bronce
con un rótulo que rezaba: «Villa Candelaria».
–Vamos, Javier –dijo tío Luis mientras echaba a andar
hacia la casa cargando con mi maleta–. Adela estará deseando verte.
Cruzamos la cancela y recorrimos el sendero de grava
que atravesaba el jardín y conducía al porche. Así fue cómo, después de tanto
tiempo, regresé a la casa de los Obregón.
Tía Adela se parecía a mamá, pero era mucho más guapa
que ella. Tenía el pelo rubio, los ojos azules y un tipo fantástico, sobre todo
teniendo en cuenta los cuarenta y tantos años de edad que contaba por aquel entonces.
Nuestro reencuentro siguió, puntualmente, todos los pasos establecidos por el
Manual de Urbanidad entre Parientes. Me dio dos sonoros besos, me abrazó,
comentó lo mucho que yo había crecido, insistió en lo mismo, señalando que
estaba hecho todo un hombrecito, volvió a abrazarme, me preguntó por papá, por
mamá y por Alberto, me interrumpió al instante, diciendo que ya hablaríamos
durante la cena, volvió a admirarse de mi altura y me dio otro beso.
Luego, me presentó al reto de la familia. Aquella tarde
sólo estaban en casa Margarita, la segunda de las hermanas, y Azucena, la más
pequeña. Marga me saludó con un apretón de manos y me contempló con cierta
suspicacia, como si quisiera evaluarme antes de concederme su confianza. ER más
guapa al natural que en foto, pero las gafas que usaba la hacían parecer un
poco distante, como si aquellas lentes redondas fueran un escudo que la
separara del mundo y de la gente. En cuanto a Azucena, cuando intenté darle un
beso echó a correr y se refugió tras las faldas de su madre sin decir una
palabra.
–Es muy tímida –comentó tía Adela–. Pero ya verás lo
simpática que se vuelve en cuanto se acostumbre a ti.
Tenía razón. Azucena resultó ser encantadora y muy
inteligente. El único problema es que tardó casi tres meses en acostumbrarse a
mí.
–Rosa ha salido. Ya la verás esta noche –prosiguió mi
tía–. Y Violeta... En fin, cualquiera sabe dónde estará. Esa niña siempre anda
a su aire, con la cabeza metida en un libro.
–Bueno, basta de charla –la interrumpió tío Luis–.
Javier debe de estar deseando descansar un poco. Anda, sobrino, ven conmigo; te
enseñaré tu dormitorio.
La segunda planta albergaba seis habitaciones y dos
cuartos de baño. En el ala Norte estaban los dormitorios de mis tíos, de
Azucena y de Rosa. Mi cuarto se encontraba en el extremo opuesto, detrás de las
escaleras, entre los dormitorios de Margarita y de Violeta.
Era una habitación de unos veinte metros cuadrados,
con el suelo de tarima y una ventana que daba a la parte trasera del jardín.
Había una cama de madera –muy antigua, pero con el colchón nuevo–, una mesilla
de noche, una silla, una mesa y un viejo armario que olía a lavanda y
naftalina. Cuando tío Luis me dejó solo deshice el equipaje, distribuí mis
cosas en los diferentes estantes y coloqué mis libros sobre la mesa. Luego, me
tumbé en la cama y estuve un rato sin hacer nada, con la mirada perdida en las
molduras del techo.
La atmósfera olía mucho a humedad, pero no era un
aroma desagradable. Por el contrario, resultaba cálido y acogedor, como si el
aire de Santander tuviera más consistencia que el de Madrid. Contemplé los
cuadros que colgaban de las paredes –una marina y dos paisajes campestres– y me
quedé escuchando el tabaleo de la lluvia. Y poco a poco, sin darme cuenta, me
fui quedando dormido.
...
Unos golpes sonaron en la puerta.
–Javier –dijo una voz.
Me desperté, sobresaltado, y salté de la cama.
–¿Estás ahí, Javier? –insistió la voz.
Parpadeé varias veces para espantar el sueño y abrí la
puerta. Margarita estaba al otro lado del umbral. Dos chispas de ironía
brillaban por detrás de sus gafas.
–¿Estabas dormido? –preguntó.
–No... Sí, creo que sí... ¿Qué hora es?
–Las ocho y media.
¡Había dormido casi dos horas! La verdad es que
llevaba todo el día aplastando oreja.
–Dentro de una hora estará la cena –continuó Marga–.
¿Quieres que antes te enseñe la casa?
Le dije que sí, pero lo primero que hice fue ir al
cuarto de baño para echarme un poco de agua en la cara, pues aún me sentía un
poco amodorrado. Luego regresé junto a Margarita, que me esperaba al lado de la
escalera, y comenzó la visita turística.
–Arriba está la buhardilla y el torreón –dijo ella–,
pero hay poca luz y mucho polvo, así que ya lo verás otro día. En esta planta
están los dormitorios. Ese es el mío; el de enfrente, el de Violeta; y ahí
delante están el de Rosa, el de Azucena y el de mis padres. Ven, te enseñaré la
planta baja.
El edificio era más antiguo de lo que me había
parecido al principio. Tenía los techos muy altos, los suelos de tarima y por
doquier había viejas pinturas y antigüedades de toda clase.
–La casa se construyó a principios del siglo
diecinueve –me informó Margarita mientras bajábamos la escalera–, cuando los
Obregón todavía formábamos parte de la plutocracia cola. Algunos de los trastos
que estás viendo tienen más de siglo y medio de antigüedad.
Por aquel entonces no conocía el significado de la
palabra plutocracia. Más tarde consulté el diccionario y averigüé que
significa el gobierno de los más ricos. También descubrí que Margarita era
comunista, o algo parecido.
El vestíbulo, muy amplio, estaba adornado con
panoplias, escudos, un ajado tapiz e incluso una armadura un tanto herrumbrosa.
–Esa escalera conduce al sótano –señaló Margarita–.
Ahí tiene papá su taller. Se pasa el día construyendo chismes raros, así que procura
no molestarle.
A la derecha, según se entraba desde el porche, una
puerta daba acceso al comedor. Era una habitación espaciosa, con un amplio
ventanal y una inmensa mesa de roble sobre la que pendía una araña de cristal.
Al fondo, otra puerta conducía a la cocina y a la zona de servicio. En el ala
Este se encontraban las dos habitaciones más grandes de la casa: la sala de
estar y la biblioteca.
El salón, como todo en Villa Candelaria, parecía más
un viejo museo que una vivienda. Los muebles, según margarita, eran de estilo
Imperio, y de las paredes colgaban decenas de cuadros pintados al óleo, casi
todos ellos paisajes y bodegones, aunque también d9istinguí algún que otro
retrato. Había una enorme chimenea de alabastro y tres grandes ventanales c
cuyo través podía verse el jardín. En conjunto, aquella casa parecía rica y
lujosa, pero se trataba de un lujo antiguo, no renovado con el paso de los
años, un lujo que hablaba más del esplendor de otros tiempos que de la actual
situación de la familia. Creo que fue entonces cuando comprendí con precisión
lo que era la decadencia.
Pero la mayor sorpresa me aguardaba en la última
estancia que visité: la biblioteca. Era tan grande como el salón, pero los
únicos muebles que allí había eran un escritorio, una silla un sillón de lectura. Tres de las cuatro
paredes estaban cubiertas hasta el techo por una inmensa librería de cerezo, en
cuyos estantes descansaban miles y miles de polvorientos libros antiguos. En la
cuarta pared había un mirador de madera y cristales coloreados, una chimenea y
un montón de cuadros, esta vez, todos ellos retratos.
–Aquí tienes la galería de nuestros antepasados –dijo
Margarita, señalando con un ademán la pequeña pinacoteca–. Mira, éste es Juan
Nepomuceno Obregón. Fue el tipo que, durante el siglo dieciocho, amasó la
fortuna de la familia. Era un pirata de mucho cuidado; deberían haber ahorcado,
pero en vez d eso le nombraron Hijo Predilecto de la ciudad –suspiró con
resignación y agregó: –Así es la justicia de los burgueses.
El cuadro que señalaba Margarita mostraba el busto de
un cincuentón de rostro redondo, mostacho y perilla, vestido con luna levita
negra en la que destacaba un cuello de encaje que el pintor había reproducido
con maníaca minuciosidad. Estaba más bien gordo y sus porcinos ojillos
expresaban una mezcla de altivez y mezquindad. Era exactamente la clase de tipo
al que uno nunca le compraría un coche usado.
Dediqué unos minutos a contemplar aquella galería de
viejos retratos. Todos los hombres y mujeres que allí estaban representados
habían sido miembros de la familia Obregón. Ríos, primos, hermanos, sobrinos,
abuelos... Se me antojó un poco extraño tener ante mis ojos, en forma de
cuadros, el linaje completo de los últimos doscientos cincuenta años de una
familia. De hecho, eran tantas las pinturas que casi se me pasó por alto la más
importante de todas.
Se hallaba en un rincón, en el extremo más alejado de
la biblioteca, perdido entre las imágenes de los antepasados menos importantes.
Era un retrato no demasiado grande que mostraba a una mujer sentada, con las
manos descansando sobre el regazo y la mirada perdida a su derecha. Era joven y muy hermosa, con los rubios
cabellos recogidos en un complejo trenzado.
Vestía un traje blanco, de encaje, a la moda de finales del siglo
diecinueve, y el único adorno que llevaba era un collar de esmeraldas. Pero no
fue la belleza de aquella mujer lo que me llamó la atención, sino la sutil
expresión de tristeza que se advertía en su mirada.
–¿quién es? –pregunté.
Margarita arqueó una ceja.
–Beatriz Obregón –respondió–. La hermana de mi
bisabuelo.
Beatriz Obregón... Aquél era el nombre que mencionó mi
madre cuando me enseñó el álbum de fotos. Pero también había dicho otra cosa,
algo relacionado con un dios hindú.
–¿Qué son las Lágrimas de Shiva? –pregunté.
Margarita arrugó la nariz.
–¿Quién te ha hablado de eso? –preguntó a su vez.
–Mi madre. Pero no me contó nada, sólo me dijo que os
preguntara a vosotros.
–Pues tu madre debe de tener mucho sentido del humor
–comentó con una sonrisa traviesa–. Mira, será mejor que no les preguntes a mis
padres ni por Beatriz ni por las Lágrimas.
–¿Por qué?
Margarita me contempló unos instantes con ironía, como
si supiera algo gracioso que yo ignoraba. Entonces, antes de que pudiera
contestarme, se escuchó el lejano repique de una campanilla.
–Es mamá –dijo–. La cena ya está lista. Será mejor que
vayamos al comedor –le echó un último vistazo al retrato de su antepasada y
agregó–: En cuanto a mi tía-bisabuela Beatriz, el problema es que fue la
ladrona de la familia y la culpable de la ruina de los Obregón. Por eso es
mejor no hablar de ella.
·
* *
Las evasivas respuestas de Margarita me dejaron muy
intrigado. ¿Quién fue Beatriz Obregón y por qué era mejor no mencionar siquiera
su nombre? Mi prima dijo que había sido la ladrona de la familia, pero ¿qué
había robado? ¿Y qué demonios eran las Lágrimas de Shiva?
Antes de ir al comedor, subí a la planta de arriba
para lavarme las manos. Estaba a punto de entrar en el baño cuando me percaté
de que la puerta de mi dormitorio se hallaba abierta y la luz encendida. Me
acerqué al cuarto y descubrí que había alguien dentro. Era una chica de mi
edad; llevaba el pelo corto y vestía unos arrugados vaqueros. En aquel momento
estaba examinando los libros que yo había dejado sobre la mesa, así que me daba
la espalda, pero no tuve necesidad de verle la cara para saber de quién se
trataba.
–Hola –la saludé–. Tú eres Violeta, ¿no?
Aunque estaba seguro de que no me había oído llegar,
ella no se sobresaltó al escuchar mi voz. En vez de ello, volvió la cabeza
lentamente y me miró por encima del hombro, muy seria.
–Y tú, Javier –dijo.
No era una pregunta, y tampoco hizo amago de
saludarme, así que me quedé un poco cortado.
–¿Estos libros son tuyos? –preguntó ella tras un
incómodo silencio.
–Sí.
Violeta se inclinó y comenzó a leer en voz alta los
títulos.
–Jones el hombre estelar, Marciano vete a casa,
Titán invade la Tierra,
El día de los Trífidos... ¿Qué clase de novelas son éstas?
–Ciencia ficción –respondí.
Violeta esbozó una sonrisa que, pese a su brevedad, logró expresar a la
vez una desagradable mezcla de altanería, desdén y conmiseración. Creo que fue
una de las sonrisas más irritantes que he visto en mi vida.
–Ya me imaginaba que eran algo así –dijo–. ¿A ti te
gusta esta clase de cosas?
Pronunció la palabra cosas como si estuviera
hablando de un saco de estiércol.
–Sí, me gustan –contesté a la defensiva–. ¿Has leído
algo de ciencia ficción?
Violeta asintió con un desdeñoso cabeceo.
–Un mundo feliz, de Huxley, y 1984, de
Orwell. Son las dos únicas novelas de ciencia ficción que valen la pena.
Hablaba con tanta suficiencia que me estaba poniendo
de mal humor, pero yo era un huésped y debía comportarme, así que intenté ser
educado.
–¿Qué te gusta leer a ti? –pregunté.
–Hemingway,
Tolstoi, Lorca, Scott Fitzgerald... En
fin, la Buena
literatura. Pero no te preocupes; puede que dentro de unos años, cuando madures
un poco, llegues a leer algo más que historias de marcianitos –echó a andar
hacia la salida y puntualizó–: La cena ya está lista, será mejor que bajes al
comedor.
Debo confesarlo: al principio, Violeta Obregón me
pareció una chica pedante, engreída e insoportable. Exactamente todo lo
contrario que su hermano mayor. La conocí durante la cena. Rosa volvió a casa
justo cuando nos sentábamos a la mesa. Era muy guapa, aún más que en la foto,
pero su belleza no resultaba estridente –como la de las mujeres que aparecían
en las revistas francesas prohibidas–, sino discreta y apacible. Aunque sólo
tenía dieciocho años, parecía mayor, quizás a causa del tono grave de su voz, o
por la casi imperceptible melancolía que destilaba su mirada, o por la gracia y
serenidad de su porte. También era simpática y cariñosa, tanto, que me enamoré
de ella a los cinco minutos de conocerla. Incluso llegué a pensar que si la
reina Ginebra existió alguna vez, debió de parecerse mucho a Rosa, y durante
unos segundos fantaseé con la posibilidad de llegar a ser, algún día, el rey
Arturo.
Como es natural, mi instantáneo enamoramiento fue más
bien abstracto, platónico, como diría mi profesor de filosofía. A ciertas
edades, tres años de diferencia suponían un abismo infranqueable, y yo bien lo
sabía; pero era imposible no quedar prendado del magnético encanto de Rosa
Obregón. De hecho, me pasé toda la velada mirándola de soslayo, en parte por su
belleza, pero también porque de pronto me di cuenta de que Rosa se parecía
muchísimo a Beatriz, la misteriosa mujer del cuadro.
Hacia el final de la cena, mientras tomábamos el
postre, tío Luis me preguntó:
–¿Ya has echado un vistazo a este viejo caserón
nuestro?
–Sí, muy bonito.
–Está lleno de trastos viejos (como yo, por ejemplo),
pero tiene cierto encanto.
–Tú también lo tienes, querido –sonrió tía Adela.
–¿Lo has encontrado todo a tu gusto, Javier?
–prosiguió tío Luis–. ¿El dormitorio, la cama, el baño?... ¿Echas algo en
falta?
Lo cierto es que sí. Echaba muy, pero que muy en falta
algo.
–¿Dónde está la televisión? –pregunté.
Tía Adela y tío Luis intercambiaron una mirada.
Violeta me contempló con mal disimulado desdén. Margarita murmuró.
–La televisión es puta propaganda franquista...
–¡Niña! –exclamó tía Adela–. No hay boca bonita con
palabras feas. Haz el favor de no decir tacos.
–No tenemos televisión, Javier –me informó Rosa.
–La tele siempre me ha parecido un buen invento mal
utilizado –terció tío Luis–. Nunca le he vista la gracia, aunque a la gente
parece que le encanta. ¿Hay algún programa que te interese?
¿Qué hacía yo entre tanto? Aburrirme como jamás me
había aburrido. Leía mucho –casi un libro al día– y oía la radio. Cada tarde,
en particular, sintonizaba la SER
para escuchar Dos hombres buenos, una radionovela de aventuras que me
encantaba. En cierta ocasión, Violeta me sorprendió oyéndola y, como era de esperar,
no desperdició la oportunidad de dejar caer uno de sus ácidos comentarios.
–Veo que tus gustos están mejorando; ahora te dedicas
a los seriales. ¿Sabes que en el quiosco venden fotonovelas?
A punto estuve de decirle que José Mallorquí, el autor
de Dos hombres buenos, era uno de los escritores más famosos de España,
opero me callé, porque lo que realmente me apetecía no era hablar, sino
estrangularla.
Aparte de las novelas y de la radio, pasaba mucho
tiempo en la biblioteca, revolviendo entre los miles de libros que allí había
–casi todos ellos ediciones muy antiguas que, por aquel entonces, apenas me
interesaban–, y también charlando con la asistenta. Ramona era una cincuentona
afable y dicharachera. Estaba gorda, tenía más bigote que yo y era, por
resumirlo en dos palabras, muy bruta. Pero también era una mujer muy simpática
y le encantaba hablar. De hecho, solía contarme historias del lugar donde
nació, el Valle del Pas, una comarca cántabra que, a tenor de sus relatos,
parecía recién salida del Neolítico.
Pese al tedio que se respiraba en Villa Candelaria,
durante la primera semana se produjeron tres sucesos que, cada uno a su manera,
contribuyeron a romper la monotonía de aquellos días lluviosos. El más
misterioso de todos fue el tercero, pero no quiero adelantarme a los
acontecimientos, de modo que empezaré narrando la extraña escena que presencié
el sábado por la noche.
Serían más o menos las doce. Acababa de apagar la luz
y estaba en trance de dormirme, cuando escuché un rumor de susurros que parecía
provenir del exterior. Intrigado, bajé de la cama, entreabrí las cortinas y
miré por la ventana. Al principio no vi nada, sólo la lluvia cayendo mansamente
sobre el solitario jardín, pero unos leves ruidos a mi izquierda me llamaron la
atención y, al volver la mirada, descubrí que alguien había salido por el
mirador del dormitorio de margarita y ahora descendía hacia el jardín,
utilizando el canalón del desagüe como improvisada escala.
Al principio pensé que se trataba de un ladrón, pero
no podía ser, pues, en vez de entrar en la casa, estaba saliendo de ella. Por
desgracia, la noche era muy oscura y sólo podía distinguir la negra silueta del
desconocido, que llevaba un impermeable con la capucha echada. Apenas quince
segundos más tarde, el extraño alcanzó el suelo y echó a correr hacia la valla
trasera. Cuando llegó allí, se detuvo un instante, volvió la mirada hacia el
dormitorio de Margarita y saludó con la mano. Fue entonces cuando, gracias al
resplandor de una farola, pude distinguir su rostro. Era Rosa.
Me quedé de piedra. ¿Qué hacía la mayor de mis primas
descolgándose furtivamente por un canalón en mitad de la noche? Apenas tuve
tiempo de plantearme esa pregunta, pues Rosa se dio la vuelta, trepó ágilmente
por la valla, saltó al otro lado y desapareció en la oscuridad. Al poco,
escuché el ruido que hacía la ventana de Margarita al cerrarse. Y así acabó
todo. Regresé a la cama y me quedé un rato tumbado boca arriba, reflexionando.
Sólo se me ocurría una explicación para la insólita escena que acababa de
presenciar: Rosa no deseaba que sus padres supieran que había salido de casa.
Pero, ¿por qué? ¿Y adónde iba?
Aunque me moría de curiosidad, decidí ser discreto y
no preguntar.
·
* *
El segundo suceso ni siquiera merece tal nombre, salvo que llamemos suceso
a tropezar con la Segunda
Ley de la Termodinámica. Ocurrió cuatro días después, el
miércoles por la tarde. Tía Adela, acompañada por Azucena, se había marchado a
primera hora para hacer unos recados. Rosa y Margarita habían salido y Violeta
estaba encerrada en su cuarto, así que la casa se encontraba más silenciosa que
nunca. Salvo por la música –un viejo tango de Carlos Gardel– que brotaba del
sótano.
Yo aún no había estado en ese lugar y tenía ganas de
conocerlo, de modo que, tras pasar media tarde leyendo, dando vueltas y
aburriéndome como una ostra, bajé las escaleras que conducían al sótano y llamé
a la puerta con los nudillos. Como nadie contestó, abrí y asomé la cabeza por
el umbral.
El taller ocupaba un recinto enorme, sin ventanas, y
estaba absolutamente atestado de extraños cachivaches. Al fondo había un bando
de trabajo iluminado por seis tubos de neón y, a su derecha, un tocadiscos y
una vieja nevera. Dos de las paredes se hallaban cubiertas por toda clase de
herramientas y utensilios, mientras que los muros restantes estaban ocupados
por largos anaqueles de madera sobre los que descansaba una variada gama de
indescriptibles artefactos. De mi tío no había ni rastro.
Casi sin darme cuenta de lo que hacía, entré en el
taller y me aproximé a los anaqueles que se encontraban a mi izquierda. Allí
había una docena de máquinas llenas de engranajes. Una de ellas consistía en
una doble rueda giratoria en cuyo perímetro había cuatro pequeñas esferas de
cobre. Estaba montada sobre un pie de madera en el que se leía sobre una
plaquita: «Perpetuum mobile de primera especie».
Enarqué las cejas. Al parecer, aquello era un móvil
perpetuo, una máquina que, tras recibir un primer impulso, no se detenía jamás.
Pero eso era absurdo.
–Hola, Javier –dijo alguien a mi espalda.
Di un respingo y volví la cabeza. Tío Luis acababa de
salir de una pequeña habitación contigua y me contemplaba con una sonrisa.
–Te he asustado, perdona –prosiguió–. Estaba en el
almacén, buscando hijo de cobre, y no te he oído llegar.
–Creí que no había nadie –me disculpé–. Ya me voy...
–No, no, quédate. Siempre es agradable un poco de
compañía –señaló con un gesto el artefacto que yo había estado examinando y
preguntó–: ¿Sabes qué es eso?
–Es un móvil perpetuo.
–Exacto. Es la reproducción de un perpetuum mobile
fabricado en Italia a comienzos del siglo dieciséis. Las esferas están llenas
de mercurio y, al girar la rueda, producen el desequilibrio que, en teoría,
mantendrá la máquina en eterno movimiento. Todos los cacharros que ves son
diferentes clases de móviles perpetuos. Esos que estabas mirando se basan en el
desequilibrio; aquellos otros, en el magnetismo, y los den fondo, en la
hidráulica. Ese de ahí es invento mío: una rueda excéntrica sobre cojinetes
magnéticos en una campana de vacío –sonrió con satisfacción–. Modestia aparte,
es bastante ingenioso.
–Pero el movimiento perpetuo no existe –objeté.
–Tienes razón –asintió él–. ¿Y sabes por qué?
–Porque va en contra del segundo principio de la
termodinámica.
Tío Luis me contempló con sincera admiración.
–Vaya, muy bien. ¿Te interesa la ciencia?
–Más o menos. Leo mucha ciencia ficción.
–Ah, bueno. Pues todos esos cacharros que tienes
delante son pura ciencia ficción, porque no funcionan. Se lo impide el puñetero
segundo principio de la termodinámica. ¿Sabes lo que afirma ese principio?
–Que el calor, y toda forma de energía, fluye de donde
hay más hacia donde hay menos, hasta alcanzar el punto de equilibrio.
–Sí, señor, y precisamente eso es lo que les pasa a
todos los móviles perpetuos: giran y giran hasta que alcanzan su punto de
equilibrio y, entonces, se detienen. ¿Sabes?, desde 1911, la Oficina de Patentes de
Estados Unidos no acepta ninguna solicitad de patente para una supuesta máquina
de movimiento perpetuo. Y con razón.
Tío Luis señaló uno de sus artefactos. Era una rueda de
madera montada sobre un eje horizontal, con una serie de ranuras semicirculares
a través de las cuales se deslizaban bolas de acero.
–Este móvil perpetuo lo diseñó Leonardo da Vinci, pero
tampoco funciona, claro. El propio Leonardo comprendió que se trataba de un
empeño imposible y escribió estas sabias palabras...
Mi tío señaló la plaquita que había en la base del
artefacto. Me incliné hacia delante y leí el texto que allí estaba grabado:
«¡Oh, vosotros, investigadores del movimiento perpetuo! ¡Cuántas quimeras
habéis engendrado en esta búsqueda!»
Alcé la cabeza y contemplé aquella curiosa colección
de objetos imposibles.
–¿Los has construido tú? –pregunté.
Tío Luis asintió.
–Es una afición como otra cualquiera –dijo casi
excusándose–. Un poco rara, pero inofensiva.
Reflexioné unos instantes.
–¿Y por qué lo haces? –pregunté de nuevo–. Quiero
decir que, si sabes que el movimiento perpetuo es imposible, ¿por qué
construyes estos aparatos?
–Pues precisamente por eso –contestó él–, porque es
imposible. Verás, el segundo principio de la termodinámica implica que todo, no
sólo los supuestos móviles perpetuos, todo, insisto, acabará a la larga por
alcanzar su punto de equilibrio. A eso se le llama incremento de la entropía, y
significa que tú, yo, la Tierra,
el Sol, el universo entero acabará deteniéndose. Si te paras a pensarlo,
resulta un principio deprimente. No me gusta, es como una condena a muerte sin
posibilidad de indulto –suspiró–. Supongo que, ante una ley universal como ésa,
uno debería resignarse, pero a mí no me da la gana quedarme cruzado de brazos.
Por eso construyo móviles perpetuos, porque si alguno de ellos, por un milagro,
llegara a funcionar, querría decir que el segundo principio de la termodinámica
es erróneo... Aunque tú y yo sabemos que no lo es –volvió a suspirar–. Supongo
que resulta un poco difícil de entender.
Medité unos segundos. Había cierta lógica en lo que
decía mi tío.
–Es algo así como el santo Grial –sugerí–. Los
caballeros del rey Arturo lo buscaban, aunque no existiese, porque lo
importante es buscar el Grial, no encontrarlo.
Tío Luis alzó las cejas y me contempló con sorpresa.
–Exacto –dijo–. Eres muy listo, Javier; lo has
expresado mucho mejor que yo. Mi santo Grial es el perpetuum mobile.
Vaya, me has dejado de una pieza. Te mereces un premio. ¿Quieres un refresco?
Asentí con un cabeceo. Tío Luis se aproximó a la
nevera y sacó dos botellas de Coca-Cola.
–¿Sabes? –dijo mientras bebíamos junto al banco de
trabajo–, eres la primera persona que comprende lo que hago. Ni Adela ni mis
hijas han entendido nunca que me dedique a fabricar artefactos imposibles.
Pero, claro, eso una mujer jamás podrá entenderlo.
–¿Por qué?
–Pues porque las mujeres son más inteligentes que
nosotros. Más pragmáticas. Tienen los
dos pies bien plantados en el suelo y les parece una estupidez dedicarse a
tareas que no sirven para nada. Y supongo que tienen razón. Pero los hombres,
al menos algunos, somos diferentes. Nos gusta soñar, ¿verdad? Por ejemplo, tú
mismo. Has dicho que lees ciencia ficción, ¿no? Pues eso significa que eres un
soñador. Y yo también lo soy –dio un largo trago a su bebida y guardó unos
segundos de silencio–. Ay, Javier, tú no sabes lo que es vivir con cinco
mujeres. Seis, si contamos a Ramona.
–Creo que estoy empezando a descubrirlo.
–No, qué va, no tienes ni idea. Y no es que me queje,
ni muchísimo menos. Gracias a ellas llevo una vida tranquila y ordenada,
pero... El problema es que les gusta demasiado el orden. No sé, cuando me
encuentro a su lado siempre tengo la sensación de que estoy haciendo algo mal.
Creo que por eso me refugio en este taller. Aquí puedo hacer lo que me dé la
gana. Si en vez de poner un destornillador allí, lo pongo aquí, nadie me dice
nada, y si decido perder el tiempo construyendo artefactos inútiles, pues es
asunto mío. Créenme, Javier, este sótano es el paraíso.
Durante un rato bebimos en silencio nuestras Coca-Colas,
directamente del gollete, con largos y circunspectos sorbos. Creo que fue
entonces cuando comprendí de verdad lo que significaba la camaradería entre
hombres.
–Mamá me contó que eres inventor –dije cuando acabé el
refresco.
–Sí, pero no he inventado nada demasiado importante,
no te creas. Un freno eléctrico para camiones, un sistema de suspensión
hidráulica y cosas así –alzó una ceja, como si de repente hubiera recordado
algo–. Ahora que lo pienso, sí que he hecho algo que te puede interesar. ¿Sabes
que un componente del tren de aterrizaje del módulo lunar está basado en una
patente mía?
Tío Luis procedió entonces a explicarme en qué
consistía ese invento. Yo estaba encantado de que alguien de mi familia hubiera
contribuido, aunque fuera un poquito, al programa de investigación espacial,
pero apenas entendí sus explicaciones, demasiado técnicas para mis escasos
conocimientos de mecánica. Al poco, lo reconozco, dejé de escucharle y mi mente
comenzó a divagar sin rumbo fijo. De pronto, me acordé de Beatriz Obregón y de
las Lágrimas de Shiva, y durante unos instantes consideré la idea de
preguntarle a mi tío al respecto; pero la deseché al instante, pues en modo
alguno deseaba quebrar los lazos de camaradería que aquélla tarde se había
establecido entre él y yo.
Tío Luis concluyó su farragosa charla cuando el disco
de Carlos Gardel llegaba a su fin. Mi tío se levantó para poner otro disco
–esta vez uno de Frank Sinatra– y yo le eché un vistazo al banco de trabajo,
sobre cuya superficie se amontonaban válvulas, diodos, transistores y toda
suerte de componentes electrónicos que yo no podía identificar.
–¿Estás haciendo otro móvil perpetuo? –pregunté.
–¿Un móvil perpetuo? –tío Luis paseó la mirada por el
banco y sacudió la cabeza–. No, qué va. Estoy construyendo un... bueno, es un
proyecto nuevo sin demasiado interés –consultó su reloj–. Y ya voy muy
retrasado. Creo que debería volver al trabajo.
Comprendí que deseaba quedarse solo, así que me
despedí de él y abandoné el sótano.
Aquella noche, probablemente influido por mi charla
con tío Luis, soñé con un mundo en el que los pájaros volaban y nunca dejaban
de volar, un mundo en el que los ríos fluían sin pausa, en el que el viento
arrastraba las nubes por toda la eternidad y el compás de la Luna daba cuerda para siempre
al reloj de las mareas. Un mundo, en definitiva, de movimiento perpetuo.
·
* *
Y llegamos, por fin, al tercero de los sucesos que
acaecieron durante aquella lluviosa semana. Fue el más misterioso de todos y
también el más importante, pues, en cierto modo, inició la cadena de
acontecimientos que, a la larga, acabarían conduciendo al desenlace de esta
historia.
Ocurrió al día siguiente de mi visita al sótano, durante el anochecer.
Yo me encontraba en mi dormitorio, sentado frente a la mesa, leyendo una novela
de Asimov. Un denso silencio, salpicado por el batir de la lluvia, envolvía la
casa. De pronto, escuché el sonido de unos pasos aproximándose por el pasillo,
un taconeo de mujer, leve y rítmico, que se detuvo al llegar frente a mi
puerta. Alcé la cabeza del libro, pensando que alguien iba a entrar en la
habitación, pero eso no ocurrió. Durante los siguientes segundos no hubo más
que silencio y quietud.
Sentí un escalofrío. ¿Una mujer se había acercado a la
entrada de mi cuarto para quedarse allí sin hacer nada? Me incorporé de golpe,
me acerqué a la puerta y la abrí bruscamente. No había nadie. Sin embargo, me
pareció advertir un movimiento frente a mí, algo así como el revuelo de una
falda al doblar el recodo de la escalinata que conducía al desván. Eché a
correr hacia allí, pero al llegar descubrí que aquel tramo de escaleras estaba
vacío. Sentí un profundo desconcierto: ¿serían alucinaciones? Entonces me di
cuenta de que en el aire flotaba un débil aroma, un perfume que ya había olido
en otra ocasión.
De repente, experimenté la intensa sensación de que
alguien me espiaba. Volví la cabeza y vi a Violeta, en el otro extremo del
pasillo, mirándome fijamente con una extraña expresión en el rostro.
–La has visto –dijo ella al cabo de unos segundos.
–¿A quién?
Violeta ladeó la cabeza y me miró con aún mayor
fijeza, como si yo fuera un jeroglífico difícil de resolver.
–Es increíble –murmuró–. Jamás hubiera pensado que tú,
precisamente tú, pudieras verla.
–¿De qué hablas? –protesté–. No he visto nada.
Alzó la cabeza y aspiró por la nariz.
–¿A qué huele? –preguntó.
–A flores...
–A nardos. Pero ahora no es época de nardos.
–Pues será un perfume.
Violeta sacudió la cabeza.
Ninguna de nosotros esa perfume de nardos. Entonces,
¿de dónde viene el olor?
Me encogí de hombros. La verdad es que aquella
conversación tan absurda me estaba poniendo nervioso.
–No tengo ni idea –dije, un poco irritado–. ¿Qué más
da a lo que huela?
Violeta tardó unos segundos en contestar.
–Estás mintiendo –dijo finalmente–. La has visto.
Acto seguido, se dio media vuelta y echó a andar de
regreso a su habitación.
·
* *
¿Qué había sucedido aquella tarde en la segunda planta de Villa Candelaria?
Sinceramente, no lo sé. Oí el sonido de unos pasos y vi, o creí ver, el vuelo
de una falda desapareciendo tras la escalera. Más tarde, cuando reflexioné
sobre todo aquello, pensé que, si realmente se trataba de una falda, debía de
ser muy amplia, de ésas que llegan hasta los tobillos. La larga falda de un
vestido blanco. También percibí un aroma, el mismo perfume a nardos que invadió
mi habitación la primera noche que pasé en Villa Candelaria, cuando creí
escuchar una respiración en la oscuridad.
Evoqué una y otra vez aquellos momentos, intentando
recordar algún detalle que me permitiera comprender lo que había sucedido, pero
sólo pude llegar a conclusiones absurdas.
¿Había un fantasma en Villa Candelaria?
¿El fantasma de una mujer?
No tenía sentido, claro; los fantasmas no existen. Me
estaba dejando sugestionar por aquel viejo caserón, con sus techos altos, sus
rincones oscuros y todas las antigüedades que contenía, y eso me hacía ver, oír
y oler cosas que no existían. Sin embargo... ¿Por qué tenía la sensación de que
Violeta sabía, de algún modo, lo que me estaba pasando? De hecho, la actitud de
Violeta hacia mí cambió por completo a partir de ese día, como si después de
haber alzado un muro entre nosotros hubiera decidido, por algún motivo, derribarlo.
Al día siguiente –el viernes– amaneció nublado, pero
sin lluvia. Desde primeras horas de la mañana hubo en Villa Candelaria un
intenso trajín. Tía Adela había decidido encerar los suelos de la casa, así que
ella, Ramona y mis cuatro primas, tras apartar muebles y alfombras, se armaron
de bayetas y, puestas de rodillas, comenzaron a distribuir sobre la tarima
capas y más capas de olorosa cera. Yo me ofrecí a colaborar y me fue asignado
el papel de abrillantador: cuando el suelo de una habitación estaba
convenientemente encerado, me ponía unos trapos en los pies y comenzaba a
patinar de un lado a otro, dejando a mi paso estelas de refulgente brillo.
Más tarde, una vez que lacera hubo sido repartida por
todos los suelos, mis primas se calzaron patines de paño y se sumaron con
entusiasmo a la tarea de abrillantar. Supongo que ofrecíamos un espectáculo
extraño, semejante a un grupo de patinadores deslizándose sobre un helado lago
de madera, una estampa de invierno que, paradójicamente, tenía lugar a comienzos
de verano.
A última hora de la mañana, cuando el entarimado
brillaba como un espejo, tía Adela distribuyó por el suelo hojas de periódico,
advirtiéndonos que debíamos desplazarnos por aquellos senderos de papel impreso
y que, bajo ningún concepto, podíamos pisar la tarima. Rosa, Margarita y Violeta
se dirigieron entonces al piso de arriba, y yo me quedé en el salón, medio
tumbado en una butaca. Me encantaba el olor de la cera; era cálido y
envolvente, y me recordaba a mi propia casa, cuando ayudaba a mamá a encerar
los suelos. Cerré los ojos. Estaba cansado y me dolían un poco las piernas,
pero era agradable dejarse llevar por aquel dulce sopor...
Advertí un leve ruido de pasos y abrí los ojos,
Azucena, la menor de mi primas, estaba frente a mí, mirándome con fijeza.
–Hola –la saludé.
Azucena no contestó.
–¿Te has divertido patinando?
Azucena asintió.
–¿Sabes? –dije al cabo de un incómodo silencio–, hay
algo que me extraña: siempre estás en casa, o con tus hermanas, o con tu madre.
¿No tienes amigos de tu edad?
Azucena se encogió de hombros. Un nuevo silencio.
–Oye, ¿es que tú nunca hablas?
Azucena negó con la cabeza.
–Pues qué bien... –suspiré mientras me incorporaba–.
Bueno, Azucena, ha sido un placer charlar contigo, pero apesto a sudor, así que será mejor que me cambie de ropa.
Seguido por la inquietante mirada de mi prima pequeña,
abandoné el salón y subí a la segunda planta. Antes de ir a mi habitación me
dirigí al cuarto de baño contiguo al dormitorio de Margarita, pues quería
asearme un poco, pero no llegué a entrar. De hecho, me quedé paralizado frente
a la puerta, sobrecogido, alucinado, estupefacto. El baño estaba ocupado.
En fin, mi estupor no se debía a que el baño estuviese
ocupado, claro, sino más bien a la persona que lo ocupaba. La puerta se hallaba
entreabierta y, a través de la rendija, podía ver con absoluta claridad a
Margarita. Estaba duchándose. Completamente desnuda (como, por otra parte, es
natural si uno se está duchando).
Creo que lo que sentí en aquel momento no fue
exactamente una impresión erótica –aunque también–, sino estética. Margarita
estaba preciosa desnuda, con el pelo revuelto y el agua acariciándole la piel.
Parecía, no sé, una ninfa, un hada, una estatua de mármol bajo el surtidor de
una fuente. Podría haber estado horas mirándola, y en cierto modo horas me
parecieron los escasos segundos que permanecí allí, frente al baño,
contemplando su resplandeciente desnudez, pero por fortuna no tardé en recobrar
el juicio. Si alguien me descubría haciendo lo que estaba haciendo,
difícilmente iba a poder convencerlo de que yo no era un asqueroso mirón –de
hecho, lo era–, así que, procurando no hacer ruido, me alejé del baño y entré
en mi habitación.
Sentía que me ardían las mejillas. Dejando aparte las
revistas prohibidas que mi hermano conseguía no sé cómo ni dónde, era la
primera vez que veía a una mujer desnuda. Y debo confesar que no podía quitarme
esa imagen de la cabeza, como si las doradas curvas de mi prima poseyeran una cualidad
magnética que me impidiera apartarlas de la mente. Tan alterado estaba que di
un brinco cuando sonaron unos golpes en la puerta.
–¿Quién es? –exclamé con voz demasiado alta y agua.
–Violeta. ¿Puedo entrar?
Me acerqué en tres zancadas a la puerta y la abrí de
par en par.
–¿Qué quieres? –pregunte: estaba hecho un manojo de
nervios.
Violeta me miró con curiosidad.
–¿Te pasa algo? –preguntó.
–No, qué va. Estoy muy bien, fenomenal, perfectamente.
¿Por qué lo dices?
–No sé, pareces acalorado.
–Será por el ejercicio. Bueno, ¿querías algo?
Violeta dudó un instante. Luego, se encogió de hombros
y me tendió el libro que llevaba en una mano.
–Venía a traerte esta novela –dijo–. No es ciencia
ficción, pero he pensado que podría gustarte.
Cogí el libro sin tan siquiera echarle un vistazo a la
portada.
–Vale, muchas gracias, lo leeré. ¿Algo más?
–No... –entrecerró los ojos–. ¿Seguro que estás bien?
–Como una rosa –respondí–. Gracias por el libro. Hasta
luego.
Cerré la puerta de golpe, enjugué con la manga de la
camisa el sudor que me perlaba la frente y me senté en el borde de la cama.
Intenté tranquilizarme. Me sentía pillado en falta, como si todo el mundo
supiese que había estado espiando a Margarita. Pero eso era fruto de mi
imaginación, pensé, nadie me había visto y lo mejor que podía hacer era dejar
de darle vueltas al asunto.
Respiré hondo varias veces y sacudí la cabeza para espantar
el recuerdo del (maravilloso) cuerpo de mi prima. Al cabo de unos minutos,
cuando recuperé mi temperatura normal, me di cuenta de que todavía tenía en las
manos el libro que me había dado Violeta. Lo miré; se titulaba El guardián
entre el centeno, y su autor era un tal K.D.Salinger.
Contemplé la novela con desconfianza. El título era
muy raro y yo albergaba serias dudas sobre los gustos literarios de mi prima,
así que no era precisamente entusiasmo lo que sentía cuando abrí el libro y
comencé a leer el primer párrafo.
«Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo
primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi
infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo
David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.»
·
* *
Volvió a llover por la tarde. Después de comer, subí a
mi cuarto, me tumbé en la cama y estuve un par de horas leyendo El guardián
entre el centeno. Aquella novela me había atrapado desde las primeras
líneas, y eso a pesar de que apenas tenía argumento. El relato, narrado en
primera persona, cuenta la historia de Holden Caulfield, un chico de diecisiete
años que, poco antes de Navidad, se fuga del colegio. Y ésa era toda la trama
de la novela: los tres días que duraba la fuga del protagonista. Pero, además,
aquel relato mostraba los recuerdos, los pensamientos y las emociones de
Holden, su confusión, su tristeza y su sentido del humor. Lo cierto es que no
podía evitar identificarme con él, y muchas de las cosas que expresaba el
personaje, aunque yo nunca las hubiera pensado, pasaban a ser mías al segundo
siguiente de leerlas.
Pero había algo más. No tardé en comprender que,
cuando Holden Caufield decía algo, en realidad quería decir otra cosa, como si
por detrás del texto escrito hubiera palabras invisibles. En cierto modo, aquel
libro eran dos novelas a la vez: una, la que podía leerse, y otra, la que se
intuía más allá de la letra impresa. Y eso, creo yo, era lo que prestaba tanta
autenticidad al relato, pues la vida, como averigüé con el paso de los años,
siempre esconde algo distinto a lo que uno advierte a primera vista.
A eso de las cinco y media, cansado de la soledad del
dormitorio, decidí continuar la lectura en la planta baja. Me dirigí al salón
y, al llegar, descubrí que allí se encontraban todas las mujeres de la familia;
es decir, casi la familia al completo, con la única excepción de tío Luis
quien, a juzgar por la música que surgía del sótano, estaba trabajando en su
taller.
Mi tía y sus cuatro hijas componían una estampa
apacible, una imagen serena que más adelante, en el recuerdo, siempre asociaría
con la calma del verano. Se hallaban muy cerca las unas de las otras, en una
esquina, entre el mirador y un gran ventanal (supongo que para aprovechar mejor
la luz). Rosa estaba sentada en un sofá, con un gran cuaderno de dibujo sobre
las rodillas y un lápiz en la mano. A su lado, tía Adela, armada de hijo y
aguja, se dedicaba a bordar sobre una tela montada en un bastidor. Violeta se
hallaba tumbada en el suelo, escribiendo con un bolígrafo Bic en uno de sus
cuadernos de papel cuadriculado. Azucena permanecía sentada a los pies de su
madre, mirándolo todo.
En cuanto a Margarita, la verdad es que me quedé con
la boca abierta cuando vi lo que hacía, pues, al igual que su madre, estaba
bordando. Margarita Obregón, la rebelde, la izquierdista, la revolucionaria,
¡estaba bordando como una burguesita del siglo pasado! Quién iba a decirlo...
Me aproximé a ella y contemplé su labor: una rosa escarlata entre zarcillos de
hiedra. Supongo que Margarita debió de advertir la ironía que chispeaba en mi
mirada, pues clavó la aguja en la tela, dejó el bastidor a un lado, se levantó,
me pasó un brazo por lo hombros y me dijo:
–Hombre, primito, me alegro de verte. Anda, ven un
momento conmigo, que quiero comentarte una cosa.
Me condujo al recibidor, se detuvo junto a la escalera
y me miró sonriente, sus hermosos ojos azules parapetados tras las gafas de
John Lennon.
–Supongo que te ha extrañado verme bordar –dijo–. Es
natural, no encaja con mi carácter. Pero me gusta bordar, qué voy a hacerle. Es
una afición como otra cualquiera que me ayuda a relajarme. Claro que alguno que
otro podría tomárselo a cachondeo, y eso no me gustaría nada. ¿Comprendes?
–Por supuesto –contesté, reprimiendo a duras penas una
risita sardónica.
–Siempre he pensado –prosiguió ella– que hay que se
comprensivo con las debilidades ajenas. Por ejemplo, comprendo perfectamente
que esta mañana me estuvieras espiando mientras me duchaba.
Me puse rojo como un tomate y empecé a farfullar,
intentando rebatir esa acusación, sin encontrar las palabras adecuadas para
hacerlo.
–No te molestes en negarlo, Javier, porque, aunque no
llevaba las gafas puestas, te vi perfectamente. Además, me da igual, no me
avergüenzo de mi cuerpo y tampoco me parece tan malo alegrarle la vista a mi
querido primito –hizo una pausa–. Pero quizá tus tíos no sean tan comprensivos
como yo, ¿no te parece? Dime, ¿te gustaría que mis padres supieran que has
estado espiándome mientras me duchaba?
Sacudí la cabeza, con tanta energía que noté un tirón
en el cuello.
–Claro que no –continuó ella–. A mí tampoco me gustaría que fueras contando
por ahí que me gusta bordar. Lo comprendes, ¿verdad?
Asentí varias veces.
–De acuerdo, pues. Ahora, regresemos, primito, no vaya
a ser que piensen que estamos haciendo algo feo.
Me guiñó un ojo y echamos a andar camino del salón. Y
yo me quedé allí, de pie en medio del recibidor, sintiéndome pillado en falta.
Sin embargo, quizás a causa de la actitud de Margarita, tan desinhibida,
aquello ya no me importó tanto. Regresé al salón unos minutos después y contemplé,
por encima de su hombro, el dibujo que estaba realizando Rosa. Era un boceto a
lápiz de la habitación con la perspectiva muy fugada.
–Dibujas muy bien –dije.
–Gracias, hago lo que puedo –contestó ella–. Tengo que
practicar para el ingreso en Arquitectura –me miró de reojo y, como si de
pronto se le hubiera ocurrido una idea, agregó–: ¿Quieres ayudarme? Siéntate en
ese sillón, frente a mí; voy a hacerte un retrato.
Hice lo que Rosa me había pedido, pero siempre me ha
incomodado posar, así que no sabía cómo ponerme.
–¿Qué hago? –pregunté.
–Quédate quieto. Ponte a leer si quieres.
Abrí El guardián entre el centeno y reanudé la
lectura. Rosa pasó una página de su cuaderno de dibujo, me miró fijamente
durante largo rato y luego, con trazos rápidos y precisos, comenzó a desplazar
el lápiz por el papel. Poco después, tía Adela se levantó, puso un disco de
Bach y siguió bordando. Al cabo de un rato, las nubes se disiparon y la tarde
se tornó luminosa. Y así fue cómo, por vez primera, participé del lento ritmo
que presidía la vida en Villa Candelaria.
Y creo que también fue entonces cuando realicé un importante
descubrimiento. Rosa dibujaba, tía Adela y Margarita bordaban, Violeta
escribía, Azucena miraba. Concentradas cada una de ellas en su tarea, no
hablaban entre sí, pero de algún modo estaban completamente unidas, como si les
bastara el silencio para comunicarse, como si fueran un único organismo. No
pude evitar sentir un poco de envidia por aquella armonía, y también tristeza,
pues comprendí que yo jamás podría formar parte del íntimo universo que
componían esas cinco mujeres. Y eso era así no por ser yo un intruso sino,
sencillamente, por mi condición de hombre.
Aquella tarde también aprendía a apreciar el paso del
tiempo y a percibir los tenues cambios de luz conforme el sol se desplazaba en
el cielo, transformando los colores, prolongando las sombras, mientras la
atmósfera iba adquiriendo, poco a poco, la textura de la noche. Fue una tarde
mágica e irrepetible. Lo cierto es que leí muy poco, pues de repente todo me
parecía digno de ser observado. Rosa me miraba a mí y dibujaba, y yo veía a
Violeta escribir, preguntándome qué escribía, y Violeta, de cuando en cuando,
me contemplaba de reojo, supongo que para asegurarse de que yo leía la novela
que ella me había prestado. Y, entre tanto, Azucena nos miraba a todos.
Poco antes del anochecer, Rosa terminó el retrato y me
lo mostró. En él aparecía yo de medio cuerpo, con un libro abierto entre las
manos, la cabeza inclinada y mirando de reojo a mi derecha (seguramente a
Violeta). El retrato era bueno, muy bueno, pero lo que más me impresionó fue la
mirada que Rosa había plasmado en mis ojos, poniendo en ellos una mezcla de
asombro y desconcierto que, a mi modo de ver, reflejaba con fidelidad lo que yo
era en aquel entonces. Y, supongo, lo que todavía sigo siendo.
Rosa me regaló el dibujo; aún lo conservo y frecuentemente
me quedo mirándolo largo rato, para no olvidarme, imagino, de las muchas cosas
que aprendí durante ese verano.
·
* *
El sábado me desperté muy temprano, pero me quedé en
la cama leyendo sin descanso hasta que terminé el libro, y aun entonces permanecí
un rato más tumbado, pensando. El guardián entre el centeno me había
impresionado como, hasta entonces, pocas lecturas lo habían hecho. Me sentía
conmovido, y también un poco más sabio. Había un pasaje, en particular, que sin
saber muy bien lo que quería decir, se me antojaba lleno de significados. Antes
de levantarme lo releí:
«¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me
gustaría ser de verdad si pudiera elegir? Verás. Muchas veces me imagino que
hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están
solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al
borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en
él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y
los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería
el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de
verdad me gustaría hacer.»
Resulta un poco raro, ya lo sé, pero exactamente así
me sentía yo, como alguien que buscara su sitio en el mundo sin saber muy bien
cómo es ese lugar ni dónde se encuentra.
Me levanté muy tarde, de modo que desayuné solo en la
cocina, con la intermitente compañía de Ramona, que iba y venía ocupada en sus
quehaceres. Luego, tras deambular un rato por la casa en Busca de Violeta, sin
encontrarla, me dirigí a la biblioteca y allí pasé unos minutos mirando los
libros que atestaban los anaqueles de la librería. Casi todos eran ediciones
antiguas de obras escritas por autores para mí desconocidos. No tardé, sin
embargo, en encontrar un título familiar. Era Frankenstein o el moderno
Prometeo, de Mary Shelley, una novela que está considerada como el primer
libro de ciencia ficción Aunque había visto películas basadas en esa novela, no
la había leído, así que la saqué del estante y, tras sacudirle el polvo, la
abrí por el principio.
Era una edición de 1897, con tapas de cartón y un
papel grueso y poroso que ahora amarilleaba a causa del tiempo y la humedad.
Pero no fue ninguno de esos detalles lo que me llamó la atención, sino lo que
aparecía escrito en la primera página con tinta verde y cuidada caligrafía. Era
un nombre, Beatriz Obregón Hurtado, y una fecha, 1901.
Me quedé de piedra. ¿Ese libro había pertenecido a
Beatriz Obregón, la misteriosa antepasada que, según Margarita, era la ladrona
de la familia? Fue como ver, esta vez de forma tangible, un fantasma. Me
aproximé al retrato de Beatriz y lo contemplé durante mucho rato, sintiendo una
extraña sensación de irrealidad al tener entre las manos un objeto que había
pertenecido a esa mujer, como si las décadas que nos separaban hubieran quedado
borradas de golpe al compartir, ella y yo, aquel libro.
Entonces, la puerta se abrió y Violeta entró en el
salón. Llevaba una camisa muy amplia, con las mangas enrolladas, unos viejos
pantalones vaqueros y botas de baloncesto. ¿Por qué se empeñaba, me pregunté,
en vestir como un chico?
–Hola –la saludé.
Sin contestarme, Violeta le echó un vistazo al cuadro
que yo había estado mirando.
–Es guapa, ¿verdad? –dijo, sin apartar los ojos del
retrato.
–Sí, mucho, aunque parece triste –le mostré el
ejemplar de Frankenstein–. Mira, he encontrado un libro con su nombre.
Violeta se encogió de hombros.
–Hay muchos libros suyos por la casa, casi todos
novelas góticas. A Beatriz le gustaban las historias tremebundas, como a ti.
Por cierto, ¿ya has leído el libro que te presté?
–Sí, y me ha encantado. Es..., es..., es como si el
autor lo hubiera escrito para mí. En fin, no sé cómo explicarlo, pero me ha
gustado mucho. ¿No te importa que me lo quede unos días más? Me gustaría volver
a leerlo.
Los labios de mi prima iniciaron una sonrisa.
–Te lo regalo –dijo–. Tengo otro ejemplar. Y haces
bien en releerlo; yo ya lo he hecho siete veces.
–Pues gracias..
Violeta volvió la mirada hacia el retrato de Beatriz y
guardó unos segundos de silencio.
–Creo que es ella –dijo al fin.
–¿Cómo?...
–Beatriz Obregón. Me parece que la viste el otro día.
–¿Te has vuelto loca? Yo no...
–Anteayer –me interrumpió–, cuando nos encontramos en
el pasillo, te vi mirando hacia la escalera. Estabas pálido, Javier, y parecías
asustado. ¿Qué viste?
En fin, podía haber seguido negándolo todo, pero no
parecía que Violeta fuese a reírse de mí –más bien todo lo contrario–, así que
al final acabé por hablarle del episodio de la respiración en el dormitorio, de
los pasos que escuché tras la puerta y del vuelo de una falda que creí ver en
las escaleras. Violeta se quedó pensativa y, tras un prolongado silencio, dijo:
–Siempre es así; nunca aparece del todo –suspiró–. Yo
también la he visto, Javier. Muchas veces. N movimiento que entrevés por el
rabillo del ojo y, cuando vuelves la cabeza, ya no hay nada; un reflejo en el
cristal de la ventana, una sombra, el sonido de unos pasos, la sensación de que
hay alguien a tu lado cuando estás sola... Y siempre, siempre, siempre, el olor
a nardos. ¿Y sabes lo más extraño de todo? Nadie más la ha visto, ni mis padres
ni mis hermanas –hizo una pausa y agregó–: Bueno, puede que Azucena sí. Hace
unos años, cuando era muy pequeña, hablaba de una señora de blanco que venía a
visitarla por las noches. Mis padres pensaban que eran fantasías suyas...
–Un momento –la interrumpí–. ¿Estás diciendo en serio
que hay un fantasma en la casa?
Violeta desvió la mirada. De repente, parecía
avergonzada.
–Creía que sólo yo podía verla. Incluso llegué a
pensar que estaba chiflada. Y ahora, de repente, apareces tú y también la ves.
Es extraño, la verdad, no sé qué pensar.
–A ver si nos aclaramos –insistí–. Dices que aquí hay
un fantasma –señalé el cuadro–. ¿El fantasma de Beatriz Obregón?
Mi prima se encogió de hombros.
–No estoy segura, pero creo que sí, que es ella.
Me eché a reír.
–Eso es una tontería –objeté–. Los fantasmas no
existen.
Violeta frunció el ceño.
–Entonces, ¿cómo explicas lo que te pasó?
.Yo qué sé. Imaginaciones mías. Pero, ¿fantasmas?...
Es absurdo.
–¿Y eso quién lo dice? –replicó ella, airada–.
¿Alguien que sólo lee ciencia ficción?
–La ciencia ficción no trata de fantasmas.
–No, claro, trata de hombrecitos verdes, que es un
tema mucho más serio.
Respiré hondo. Violeta tenía la virtud de sacarme de
quicio.
–Cuando leo ciencia ficción –repuse con mal reprimido
enfado–, sé que lo que leo es una fantasía. Pero tú me estás hablando de la
vida real. Así que hay un fantasma en la casa, ¿no? –le dediqué la más
sarcástica de mis sonrisas–. ¿Y por casualidad no has visto gnomos en el
jardín?
Violeta encajó la mandíbula y puso los brazos en
jarras.
–Tan estúpido es el que se lo cree todo –me espetó,
muy, pero que muy enfadada–, como el que no se cree nada, aunque los hechos
demuestren lo contrario –resopló–. No sé por qué pierdo el tiempo hablando
contigo.
Sacudió la cabeza y echó a andar hacia la salida.
Entonces me di cuenta de que estaba siendo injusto. Violeta se había acercado a
mí, por primera vez, pensando que compartíamos algo –aunque fuera algo tan
ridículo como un presunto fantasma–, y con mi actitud lo único que iba a
conseguir era separarnos de nuevo.
–Espera –la contuve–. Vale, perdona, no debería
haberme reído de ti –dice una pausa y proseguí–: Vamos a ver, supongamos que
hay un fantasma, y supongamos también que es el fantasma de Beatriz Obregón.
Entonces, ¿qué quiere? ¿Por qué se dedica a dar vueltas por la casa jugando al
escondite?
Todavía malhumorada, Violeta murmuró:
–No lo sé.
–Pues entonces cuéntame algo de Beatriz Obregón.
Margarita comentó que era una ladrona, pero no me dijo nada más. ¿Qué hizo esa
mujer? ¿Y qué son las Lágrimas de Shiva?
Poco a poco, el semblante de Violeta se fue serenando.
–¿No conoces la historia?
–No.
–Pues te la voy a contar. Pero no aquí. Anda, vamos a
dar un paseo.
Dicho esto, se dio la vuelta y echó a andar hacia la
puerta. Devolví a toda prisa el viejo ejemplar de Frankenstein a su
lugar en la librería y fui tras mi prima.
–¿Adónde vamos? –pregunté.
–Al cementerio –contestó Violeta.