Supuesto retrato de Cervantes

Supuesto retrato de Cervantes
Pseudorretrato de Cervantes pintado por Jáuregui a partir de la autodescripción que aparece en las "Novelas ejemplares".

miércoles, 14 de marzo de 2012

Reglas de elaboración de los vocabularios


REGLAS DE ELABORACIÓN DE LOS VOCABULARIOS:
Las palabras del vocabulario deben ir en mayúscula inicial.
 Es conveniente que la palabra vaya en un color  (azul o negro) y la definición en otro.
Antes de la definición escribimos dos puntos.
La definición debe ser completa y comprensible. No se admiten definiciones del tipo:
Sarcástico-a: relativo al sarcasmo
Porque si no conocemos sarcástico tampoco sabremos el significado de sarcasmo.  Por ello, también deberemos incluir el significado de sarcasmo.

NOTAS DE CORRECCIÓN:
Número

Clave o significado

1

Los verbos aparecen en el diccionario en infinitivo.

2
Los sustantivos aparecen en el diccionario en singular y en masculino en el caso de que tengan doble género.
Debe aparecer la forma masculina y femenina. Ejemplo: niño-a, etc.
3
Los adjetivos aparecen en el diccionario en singular y en masculino en el caso de que tengan doble género.

¿Qué es la literatura?




LECTURA/ LITERATURA
¿Qué es la literatura?
Es el arte en que el autor utiliza de forma especial el lenguaje para contar una historia, describir a una persona, transcribir un diálogo, etc. El autor utiliza el lenguaje para crear belleza.
Los textos literarios pueden informar sobre un hecho, pero no es su objetivo fundamental. No pretenden ser objetivos, sino explicar historias (basadas en hechos reales o totalmente inventadas) sensaciones, emociones, etc., de forma bella y subjetiva.
Objetivos de la literatura:
1.       Expresar sentimientos: el amor, la tristeza, la alegría, la soledad, la rabia...
2.       Crear belleza o un lenguaje impactante a través de los juegos de palabras, la repetición de sonidos, etc.: “que por mayo era, por mayo”, “érase un hombre a una nariz pegado”, “érase un naricísimo infinito”
3.       Criticar a la sociedad o a personas para que mejoren o enseñar cosas (literatura didáctica).
Rasgos que caracterizan a la literatura:
1.       Creación de un mundo imaginario.
2.       Utilización de un lenguaje especial, que intenta ser expresivo, bonito y llamar la atención del lector.
Ejemplo:
Ventilador: Instrumento o aparato que remueve el aire en una habitación (RAE).
“Urbano y dulce revuelo
Suscitando fresca brisa...” (Cernuda)
Literatura oral y literatura escrita:
Literatura oral:
1.       Se compone oralmente para recitarla (“Romance del prisionero”) o cantarla (“Estaba don Gato”).
2.       Se transmite verbalmente, de palabra.
3.       Como se  transmite verbalmente, hay diversas versiones de los poemas, cuentos y canciones.
4.       Son composiciones anónimas, es decir, no sabemos el título del autor o autores.
Literatura escrita:
1.       Se ha escrito y está pensada para ser leída, pero también recitada en el caso de los poemas y respresentada en el caso de las obras de teatro.
2.       Normalmente es de autor conocido. Si no lo conocemos, el libro es anónimo.

3.       Como está escrita, no hay variantes.
or.

martes, 6 de marzo de 2012

Capítulo II y Capítulo III


2. VILLA CANDELARIA

A primera hora de la mañana, mamá y Alberto me acompañaron a la Estación del Norte y, después de facturar la maleta, se quedaron conmigo en el andén para hacerme compañía hasta que el tren partiese. Mamá me entregó una bolsa con dos bocadillos para el viaje –uno de tortilla y otro de jamón–, y acto seguido procedió a impartirme una larga retahíla de recomendaciones y advertencias. Que fuera educado, que obedeciera a los tíos, que masticara la comida en vez de abrevar, que no me bañara en la playa si había bandera roja, que me abrigara por las noches, que la llamara si necesitaba algo, que me lavara los dientes todos los días...
Creo que hubiera podido seguir así durante horas y horas, de no ser porque el silbato del tren reverberó en la estación anunciando su próxima salida. Entonces, mamá se abrazó a mí y, sin poder reprimir unas lágrimas, me dio dos besos y me recomendó que me cuidara mucho. Luego, para mi sorpresa, Alberto me pasó un brazo por los hombros y me llevó a un aparte. Pero no se trataba de un gesto de cariño fraternal; eso difícilmente podía esperarse de mi hermano, como quedó claro cuando me susurró al oído:
–Escucha, capullo, si cuando vuelvas me traes unas bragas usadas de Rosa, te doy veinte duros.
Me aparté de él y lo contemplé con franco desdén.
–Estás más salido que un nomo –le dije.
Alberto sonrió de oreja a oreja.
–Sí, chaval, pero este mono paga al contado.
El silbato volvió a sonar. Subí apresuradamente al vagón y me asomé por la ventanillo justo cuando el tren se ponía en marcha. Mamá, de pie en el andén, agitaba una mano despidiéndose de mí, mientras que con la otra se enjugaba las lágrimas. Detrás de ella, Alberto me hacía muecas y gestos obscenos. Yo me quedé asomado a la ventanilla, diciendo adiós con la mano, mientras sus figuras se empequeñecían en la distancia. Luego, cuando se perdieron de vista, suspiré con un poco de tristeza y fui en busca de mi asiento.
El viaje al Norte había comenzado.

* * *

Poco cabe decir de aquel viaje. Pasé gran parte de la mañana leyendo una novela de ciencia ficción –Universo de locos–, y el resto de tiempo lo dediqué a mirar por la ventanilla, aunque el paisaje que se divisaba no mostraba más que una interminable sucesión de campos de cereales. De vez en cuando distinguía, a lo lejos, pequeños pueblos de teja y ladrillo, o tractores y cosechadoras faenando en los sembrados, pero el panorama que me acompañó durante la primera mitad del trayecto se parecía mucho a un mar de oro suavemente agitado por un oleaje de espigas.
El tres paraba en cada estación o apeadero que encontraba en su camino, de modo que el viaje se me hizo eterno. Poco después del mediodía, cuando más apretaba el calor, me quedé dormido. Desperté un par de horas más tarde, con la boca seca, sintiéndome pegajoso y entumecido. Me levanté para ir al servicio; luego, le compré al revisor un refresco y regresé a mi asiento para dar buena cuenta de los bocadillos que me había preparado mi madre. Mientras comía, advertí que el paisaje había cambiado por completo. En aquel momento cruzábamos una zona montañosa plagada de bosques, muy diferente a la seca meseta de donde habíamos partido.
Pero eso sólo era un anticipo de lo que me esperaba. Una hora más tarde, conforme nos aproximábamos a las húmedas tierras del Norte, la vegetación se fue tornando cada vez más exuberante. Dejamos atrás las altas montañas y nos adentramos en una región salpicada de pequeños valles tapizados de hierba, un territorio boscoso surcado por numerosos ríos y arroyos. Poco después, comenzó a llover. Me sentí extraño. No recordaba que el Norte fuese tan verde y, acostumbrado a la aridez de Madrid, aquella densa vegetación, semejante a una selva, se me antojaba un paisaje del pasado, como si el tren fuera una máquina del tiempo que me condujera a la época en que los celtas aún poblaban las costas del Cantábrico.
Finalmente, a media tarde, llegamos a la estación de Santander. Se suponía que mis tíos estarían allí, pero lo cierto es que no había nadie esperándome, así que recuperé mi maleta y me dispuse a aguardar. Poco a poco, el andén se fue vaciando de gente, hasta que me quedé solo. El rumor de la lluvia contra el techo resonaba monótonamente en la estación, confundiéndose con el lejano ronroneo del motor de una locomotora. Abrí mi novela, me senté sobre la maleta y me puse a leer.
–¡Javier! –dijo una voz al cabo de unos minutos.
Volví la cabeza y vi que un hombre se aproximaba a mí con paso rápido. Tendía unos cuarenta y cinco años, el pelo castaño claro, peinado hacia atrás, quizá demasiado largo, y lucía un cuidado bigote que le brindaba cierto aire de galán anticuado. Conforme caminaba, su negra gabardina ondeaba en el aire como la capa de un superhéroe. Era tío Luis.
–Caray, muchacho, lo siento –dijo cuando llegó a mi altura–. Se me fue el santo al cielo y me olvidé de que tenía que recogerte. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
.No, qué va, quince minutos o así.
–Perdona, soy muy despistado. Anda, sobrino, dame un abrazo –me palmeó la espalda con energía; luego, se apartó de mí y, manteniendo sus manos sobre mis hombros, me contempló en silencio durante unos segundos–. Ahora debería decirte lo mucho que has crecido –prosiguió–, pero supongo que estarás harto de esa clase de comentarios, así que no diré nada. Vamos, tengo el coche ahí fuera. Déjame que te ayude con la maleta.
Cuando salimos de la estación llovía a raudales. Tío Luis comentó que, hasta el día anterior, había hecho un tiempo excelente, pero no tardé en descubrir que eso era lo que siempre decían los norteños, aunque llevaran semanas padeciendo los rigores de una galerna. No obstante, apenas presté atención al clima local, pues al ver el coche de tío Luis me quedé con la boca abierto. Supongo que esperaba encontrar un utilitario normalito, pero el automóvil resultó ser un deportivo. Un Jaguar E, para ser precisos; de color negro, llantas cromadas y con un larguísimo morro que prometía un auténtico raudal de potencia.
–Es precioso... –comenté tras acomodarme en el asiento del copiloto.
Tío Luis sonrió, satisfecho, y acarició con la yema de los dedos la madera del salpicadero.
–Sí que lo es. Se trata del modelo de 1961, el primero de la serie E. Motos de tres mil ochocientos centímetros cúbicos, tres carburadores y doscientos sesenta y cinco caballos de potencia. La verdad es que es mi ojito derecho.
Tras decir esto, dedicó una mirada de amante al cuadro de mandos de su vehículo y giró la llave de contacto. El motor rugió con impaciencia, mi tío conectó los limpiaparabrisas, metió la marcha y, acto seguido, con un chirrido de neumáticos, arrancó a toda velocidad.
Por decirlo de algún modo, tío Luis conducía como un loco. Abandonamos el aparcamiento en un suspiro, enfilamos hacia el Paseo de Pereda con un brusco derrapaje y, luego, todo fue aceleración y vértigo. Más tarde descubrí que el mar se encontraba a mi derecha, pero entonces ni siquiera lo vi; estaba demasiado ocupado en apretar los dientes y agarrarme al asiento. Durante el trayecto, mientras conducía dando bruscos volantazos y súbitas frenadas para sortear el tráfico, tío Luis no dejaba de hablar. Se interesó por la salud de mi padre y preguntó por mamá y por Alberto, pero yo apenas pude responder con monosílabos, pues tenía un nudo en la garganta y la íntima convicción de que nos íbamos a estrellar en cualquier momento.
Pero no nos estrellamos. Al llegar a la altura de la península de La Magdalena, giramos a la izquierda y, como una exhalación, pusimos rumbo hacia El Sardinero, la zona residencial donde vivían mis tíos. Afortunadamente, tío Luis redujo la velocidad al abandonar la avenida principal y adentrarse en el dédalo de callejas estrechas que se extendía por detrás de la primera línea de playa. Aun así, cuando llegamos a nuestro destino, detuvo el Jaguar con un brusco frenazo que me lanzó, primero, hacia delante, y después hacia atrás.
Al bajar del coche las piernas me temblaban. La lluvia había menguado hasta convertirse en un suave chirimiri, pero el cielo seguía cubierto y oscuro. Mientras tío Luis abría el maletero para sacar mi equipaje, me quedé mirando la casa frente a la que nos habíamos detenido. Era un viejo edificio de tres plantas con una pequeña torre en la parte superior. La fachada, pitada de blanco y verde, gravitaba sobre un enorme porche sostenido por cuatro columnas cubiertas de enredaderas. En la segunda planta, a izquierda y derecha, había dos grandes miradores acristalados. El caserón estaba rodeado por un amplio y bien cuidado jardín, con setos de arrayán, multicolores macizos de hortensias y tamarindos de enrevesada copa. Una valla de piedra rodeaba el terreno. En una de las jambas del portalón de entrada había una placa de bronce con un rótulo que rezaba: «Villa Candelaria».
–Vamos, Javier –dijo tío Luis mientras echaba a andar hacia la casa cargando con mi maleta–. Adela estará deseando verte.
Cruzamos la cancela y recorrimos el sendero de grava que atravesaba el jardín y conducía al porche. Así fue cómo, después de tanto tiempo, regresé a la casa de los Obregón.



Tía Adela se parecía a mamá, pero era mucho más guapa que ella. Tenía el pelo rubio, los ojos azules y un tipo fantástico, sobre todo teniendo en cuenta los cuarenta y tantos años de edad que contaba por aquel entonces. Nuestro reencuentro siguió, puntualmente, todos los pasos establecidos por el Manual de Urbanidad entre Parientes. Me dio dos sonoros besos, me abrazó, comentó lo mucho que yo había crecido, insistió en lo mismo, señalando que estaba hecho todo un hombrecito, volvió a abrazarme, me preguntó por papá, por mamá y por Alberto, me interrumpió al instante, diciendo que ya hablaríamos durante la cena, volvió a admirarse de mi altura y me dio otro beso.
Luego, me presentó al reto de la familia. Aquella tarde sólo estaban en casa Margarita, la segunda de las hermanas, y Azucena, la más pequeña. Marga me saludó con un apretón de manos y me contempló con cierta suspicacia, como si quisiera evaluarme antes de concederme su confianza. ER más guapa al natural que en foto, pero las gafas que usaba la hacían parecer un poco distante, como si aquellas lentes redondas fueran un escudo que la separara del mundo y de la gente. En cuanto a Azucena, cuando intenté darle un beso echó a correr y se refugió tras las faldas de su madre sin decir una palabra.
–Es muy tímida –comentó tía Adela–. Pero ya verás lo simpática que se vuelve en cuanto se acostumbre a ti.
Tenía razón. Azucena resultó ser encantadora y muy inteligente. El único problema es que tardó casi tres meses en acostumbrarse a mí.
–Rosa ha salido. Ya la verás esta noche –prosiguió mi tía–. Y Violeta... En fin, cualquiera sabe dónde estará. Esa niña siempre anda a su aire, con la cabeza metida en un libro.
–Bueno, basta de charla –la interrumpió tío Luis–. Javier debe de estar deseando descansar un poco. Anda, sobrino, ven conmigo; te enseñaré tu dormitorio.
La segunda planta albergaba seis habitaciones y dos cuartos de baño. En el ala Norte estaban los dormitorios de mis tíos, de Azucena y de Rosa. Mi cuarto se encontraba en el extremo opuesto, detrás de las escaleras, entre los dormitorios de Margarita y de Violeta.
Era una habitación de unos veinte metros cuadrados, con el suelo de tarima y una ventana que daba a la parte trasera del jardín. Había una cama de madera –muy antigua, pero con el colchón nuevo–, una mesilla de noche, una silla, una mesa y un viejo armario que olía a lavanda y naftalina. Cuando tío Luis me dejó solo deshice el equipaje, distribuí mis cosas en los diferentes estantes y coloqué mis libros sobre la mesa. Luego, me tumbé en la cama y estuve un rato sin hacer nada, con la mirada perdida en las molduras del techo.
La atmósfera olía mucho a humedad, pero no era un aroma desagradable. Por el contrario, resultaba cálido y acogedor, como si el aire de Santander tuviera más consistencia que el de Madrid. Contemplé los cuadros que colgaban de las paredes –una marina y dos paisajes campestres– y me quedé escuchando el tabaleo de la lluvia. Y poco a poco, sin darme cuenta, me fui quedando dormido.
...
Unos golpes sonaron en la puerta.
–Javier –dijo una voz.
Me desperté, sobresaltado, y salté de la cama.
–¿Estás ahí, Javier? –insistió la voz.
Parpadeé varias veces para espantar el sueño y abrí la puerta. Margarita estaba al otro lado del umbral. Dos chispas de ironía brillaban por detrás de sus gafas.
–¿Estabas dormido? –preguntó.
–No... Sí, creo que sí... ¿Qué hora es?
–Las ocho y media.
¡Había dormido casi dos horas! La verdad es que llevaba todo el día aplastando oreja.
–Dentro de una hora estará la cena –continuó Marga–. ¿Quieres que antes te enseñe la casa?
Le dije que sí, pero lo primero que hice fue ir al cuarto de baño para echarme un poco de agua en la cara, pues aún me sentía un poco amodorrado. Luego regresé junto a Margarita, que me esperaba al lado de la escalera, y comenzó la visita turística.
–Arriba está la buhardilla y el torreón –dijo ella–, pero hay poca luz y mucho polvo, así que ya lo verás otro día. En esta planta están los dormitorios. Ese es el mío; el de enfrente, el de Violeta; y ahí delante están el de Rosa, el de Azucena y el de mis padres. Ven, te enseñaré la planta baja.
El edificio era más antiguo de lo que me había parecido al principio. Tenía los techos muy altos, los suelos de tarima y por doquier había viejas pinturas y antigüedades de toda clase.
–La casa se construyó a principios del siglo diecinueve –me informó Margarita mientras bajábamos la escalera–, cuando los Obregón todavía formábamos parte de la plutocracia cola. Algunos de los trastos que estás viendo tienen más de siglo y medio de antigüedad.
Por aquel entonces no conocía el significado de la palabra plutocracia. Más tarde consulté el diccionario y averigüé que significa el gobierno de los más ricos. También descubrí que Margarita era comunista, o algo parecido.
El vestíbulo, muy amplio, estaba adornado con panoplias, escudos, un ajado tapiz e incluso una armadura un tanto herrumbrosa.
–Esa escalera conduce al sótano –señaló Margarita–. Ahí tiene papá su taller. Se pasa el día construyendo chismes raros, así que procura no molestarle.
A la derecha, según se entraba desde el porche, una puerta daba acceso al comedor. Era una habitación espaciosa, con un amplio ventanal y una inmensa mesa de roble sobre la que pendía una araña de cristal. Al fondo, otra puerta conducía a la cocina y a la zona de servicio. En el ala Este se encontraban las dos habitaciones más grandes de la casa: la sala de estar y la biblioteca.
El salón, como todo en Villa Candelaria, parecía más un viejo museo que una vivienda. Los muebles, según margarita, eran de estilo Imperio, y de las paredes colgaban decenas de cuadros pintados al óleo, casi todos ellos paisajes y bodegones, aunque también d9istinguí algún que otro retrato. Había una enorme chimenea de alabastro y tres grandes ventanales c cuyo través podía verse el jardín. En conjunto, aquella casa parecía rica y lujosa, pero se trataba de un lujo antiguo, no renovado con el paso de los años, un lujo que hablaba más del esplendor de otros tiempos que de la actual situación de la familia. Creo que fue entonces cuando comprendí con precisión lo que era la decadencia.
Pero la mayor sorpresa me aguardaba en la última estancia que visité: la biblioteca. Era tan grande como el salón, pero los únicos muebles que allí había eran un escritorio, una silla  un sillón de lectura. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas hasta el techo por una inmensa librería de cerezo, en cuyos estantes descansaban miles y miles de polvorientos libros antiguos. En la cuarta pared había un mirador de madera y cristales coloreados, una chimenea y un montón de cuadros, esta vez, todos ellos retratos.
–Aquí tienes la galería de nuestros antepasados –dijo Margarita, señalando con un ademán la pequeña pinacoteca–. Mira, éste es Juan Nepomuceno Obregón. Fue el tipo que, durante el siglo dieciocho, amasó la fortuna de la familia. Era un pirata de mucho cuidado; deberían haber ahorcado, pero en vez d eso le nombraron Hijo Predilecto de la ciudad –suspiró con resignación y agregó: –Así es la justicia de los burgueses.
El cuadro que señalaba Margarita mostraba el busto de un cincuentón de rostro redondo, mostacho y perilla, vestido con luna levita negra en la que destacaba un cuello de encaje que el pintor había reproducido con maníaca minuciosidad. Estaba más bien gordo y sus porcinos ojillos expresaban una mezcla de altivez y mezquindad. Era exactamente la clase de tipo al que uno nunca le compraría un coche usado.
Dediqué unos minutos a contemplar aquella galería de viejos retratos. Todos los hombres y mujeres que allí estaban representados habían sido miembros de la familia Obregón. Ríos, primos, hermanos, sobrinos, abuelos... Se me antojó un poco extraño tener ante mis ojos, en forma de cuadros, el linaje completo de los últimos doscientos cincuenta años de una familia. De hecho, eran tantas las pinturas que casi se me pasó por alto la más importante de todas.
Se hallaba en un rincón, en el extremo más alejado de la biblioteca, perdido entre las imágenes de los antepasados menos importantes. Era un retrato no demasiado grande que mostraba a una mujer sentada, con las manos descansando sobre el regazo y la mirada perdida a su derecha.  Era joven y muy hermosa, con los rubios cabellos recogidos en un complejo trenzado.  Vestía un traje blanco, de encaje, a la moda de finales del siglo diecinueve, y el único adorno que llevaba era un collar de esmeraldas. Pero no fue la belleza de aquella mujer lo que me llamó la atención, sino la sutil expresión de tristeza que se advertía en su mirada.
–¿quién es? –pregunté.
Margarita arqueó una ceja.
–Beatriz Obregón –respondió–. La hermana de mi bisabuelo.
Beatriz Obregón... Aquél era el nombre que mencionó mi madre cuando me enseñó el álbum de fotos. Pero también había dicho otra cosa, algo relacionado con un dios hindú.
–¿Qué son las Lágrimas de Shiva? –pregunté.
Margarita arrugó la nariz.
–¿Quién te ha hablado de eso? –preguntó a su vez.
–Mi madre. Pero no me contó nada, sólo me dijo que os preguntara a vosotros.
–Pues tu madre debe de tener mucho sentido del humor –comentó con una sonrisa traviesa–. Mira, será mejor que no les preguntes a mis padres ni por Beatriz ni por las Lágrimas.
–¿Por qué?
Margarita me contempló unos instantes con ironía, como si supiera algo gracioso que yo ignoraba. Entonces, antes de que pudiera contestarme, se escuchó el lejano repique de una campanilla.
–Es mamá –dijo–. La cena ya está lista. Será mejor que vayamos al comedor –le echó un último vistazo al retrato de su antepasada y agregó–: En cuanto a mi tía-bisabuela Beatriz, el problema es que fue la ladrona de la familia y la culpable de la ruina de los Obregón. Por eso es mejor no hablar de ella.


·                   * *

Las evasivas respuestas de Margarita me dejaron muy intrigado. ¿Quién fue Beatriz Obregón y por qué era mejor no mencionar siquiera su nombre? Mi prima dijo que había sido la ladrona de la familia, pero ¿qué había robado? ¿Y qué demonios eran las Lágrimas de Shiva?
Antes de ir al comedor, subí a la planta de arriba para lavarme las manos. Estaba a punto de entrar en el baño cuando me percaté de que la puerta de mi dormitorio se hallaba abierta y la luz encendida. Me acerqué al cuarto y descubrí que había alguien dentro. Era una chica de mi edad; llevaba el pelo corto y vestía unos arrugados vaqueros. En aquel momento estaba examinando los libros que yo había dejado sobre la mesa, así que me daba la espalda, pero no tuve necesidad de verle la cara para saber de quién se trataba.
–Hola –la saludé–. Tú eres Violeta, ¿no?
Aunque estaba seguro de que no me había oído llegar, ella no se sobresaltó al escuchar mi voz. En vez de ello, volvió la cabeza lentamente y me miró por encima del hombro, muy seria.
–Y tú, Javier –dijo.
No era una pregunta, y tampoco hizo amago de saludarme, así que me quedé un poco cortado.
–¿Estos libros son tuyos? –preguntó ella tras un incómodo silencio.
–Sí.
Violeta se inclinó y comenzó a leer en voz alta los títulos.
Jones el hombre estelar, Marciano vete a casa, Titán invade la Tierra, El día de los Trífidos... ¿Qué clase de novelas son éstas?
–Ciencia ficción –respondí.
Violeta esbozó una sonrisa que, pese a su brevedad, logró expresar a la vez una desagradable mezcla de altanería, desdén y conmiseración. Creo que fue una de las sonrisas más irritantes que he visto en mi vida.
–Ya me imaginaba que eran algo así –dijo–. ¿A ti te gusta esta clase de cosas?
Pronunció la palabra cosas como si estuviera hablando de un saco de estiércol.
–Sí, me gustan –contesté a la defensiva–. ¿Has leído algo de ciencia ficción?
Violeta asintió con un desdeñoso cabeceo.
Un mundo feliz, de Huxley, y 1984, de Orwell. Son las dos únicas novelas de ciencia ficción que valen la pena.
Hablaba con tanta suficiencia que me estaba poniendo de mal humor, pero yo era un huésped y debía comportarme, así que intenté ser educado.
–¿Qué te gusta leer a ti? –pregunté.
–Hemingway, Tolstoi, Lorca, Scott Fitzgerald... En fin, la Buena literatura. Pero no te preocupes; puede que dentro de unos años, cuando madures un poco, llegues a leer algo más que historias de marcianitos –echó a andar hacia la salida y puntualizó–: La cena ya está lista, será mejor que bajes al comedor.
Debo confesarlo: al principio, Violeta Obregón me pareció una chica pedante, engreída e insoportable. Exactamente todo lo contrario que su hermano mayor. La conocí durante la cena. Rosa volvió a casa justo cuando nos sentábamos a la mesa. Era muy guapa, aún más que en la foto, pero su belleza no resultaba estridente –como la de las mujeres que aparecían en las revistas francesas prohibidas–, sino discreta y apacible. Aunque sólo tenía dieciocho años, parecía mayor, quizás a causa del tono grave de su voz, o por la casi imperceptible melancolía que destilaba su mirada, o por la gracia y serenidad de su porte. También era simpática y cariñosa, tanto, que me enamoré de ella a los cinco minutos de conocerla. Incluso llegué a pensar que si la reina Ginebra existió alguna vez, debió de parecerse mucho a Rosa, y durante unos segundos fantaseé con la posibilidad de llegar a ser, algún día, el rey Arturo.
Como es natural, mi instantáneo enamoramiento fue más bien abstracto, platónico, como diría mi profesor de filosofía. A ciertas edades, tres años de diferencia suponían un abismo infranqueable, y yo bien lo sabía; pero era imposible no quedar prendado del magnético encanto de Rosa Obregón. De hecho, me pasé toda la velada mirándola de soslayo, en parte por su belleza, pero también porque de pronto me di cuenta de que Rosa se parecía muchísimo a Beatriz, la misteriosa mujer del cuadro.
Hacia el final de la cena, mientras tomábamos el postre, tío Luis me preguntó:
–¿Ya has echado un vistazo a este viejo caserón nuestro?
–Sí, muy bonito.
–Está lleno de trastos viejos (como yo, por ejemplo), pero tiene cierto encanto.
–Tú también lo tienes, querido –sonrió tía Adela.
–¿Lo has encontrado todo a tu gusto, Javier? –prosiguió tío Luis–. ¿El dormitorio, la cama, el baño?... ¿Echas algo en falta?
Lo cierto es que sí. Echaba muy, pero que muy en falta algo.
–¿Dónde está la televisión? –pregunté.
Tía Adela y tío Luis intercambiaron una mirada. Violeta me contempló con mal disimulado desdén. Margarita murmuró.
–La televisión es puta propaganda franquista...
–¡Niña! –exclamó tía Adela–. No hay boca bonita con palabras feas. Haz el favor de no decir tacos.
–No tenemos televisión, Javier –me informó Rosa.
–La tele siempre me ha parecido un buen invento mal utilizado –terció tío Luis–. Nunca le he vista la gracia, aunque a la gente parece que le encanta. ¿Hay algún programa que te interese?


¿Qué hacía yo entre tanto? Aburrirme como jamás me había aburrido. Leía mucho –casi un libro al día– y oía la radio. Cada tarde, en particular, sintonizaba la SER para escuchar Dos hombres buenos, una radionovela de aventuras que me encantaba. En cierta ocasión, Violeta me sorprendió oyéndola y, como era de esperar, no desperdició la oportunidad de dejar caer uno de sus ácidos comentarios.
–Veo que tus gustos están mejorando; ahora te dedicas a los seriales. ¿Sabes que en el quiosco venden fotonovelas?
A punto estuve de decirle que José Mallorquí, el autor de Dos hombres buenos, era uno de los escritores más famosos de España, opero me callé, porque lo que realmente me apetecía no era hablar, sino estrangularla.
Aparte de las novelas y de la radio, pasaba mucho tiempo en la biblioteca, revolviendo entre los miles de libros que allí había –casi todos ellos ediciones muy antiguas que, por aquel entonces, apenas me interesaban–, y también charlando con la asistenta. Ramona era una cincuentona afable y dicharachera. Estaba gorda, tenía más bigote que yo y era, por resumirlo en dos palabras, muy bruta. Pero también era una mujer muy simpática y le encantaba hablar. De hecho, solía contarme historias del lugar donde nació, el Valle del Pas, una comarca cántabra que, a tenor de sus relatos, parecía recién salida del Neolítico.
Pese al tedio que se respiraba en Villa Candelaria, durante la primera semana se produjeron tres sucesos que, cada uno a su manera, contribuyeron a romper la monotonía de aquellos días lluviosos. El más misterioso de todos fue el tercero, pero no quiero adelantarme a los acontecimientos, de modo que empezaré narrando la extraña escena que presencié el sábado por la noche.
Serían más o menos las doce. Acababa de apagar la luz y estaba en trance de dormirme, cuando escuché un rumor de susurros que parecía provenir del exterior. Intrigado, bajé de la cama, entreabrí las cortinas y miré por la ventana. Al principio no vi nada, sólo la lluvia cayendo mansamente sobre el solitario jardín, pero unos leves ruidos a mi izquierda me llamaron la atención y, al volver la mirada, descubrí que alguien había salido por el mirador del dormitorio de margarita y ahora descendía hacia el jardín, utilizando el canalón del desagüe como improvisada escala.
Al principio pensé que se trataba de un ladrón, pero no podía ser, pues, en vez de entrar en la casa, estaba saliendo de ella. Por desgracia, la noche era muy oscura y sólo podía distinguir la negra silueta del desconocido, que llevaba un impermeable con la capucha echada. Apenas quince segundos más tarde, el extraño alcanzó el suelo y echó a correr hacia la valla trasera. Cuando llegó allí, se detuvo un instante, volvió la mirada hacia el dormitorio de Margarita y saludó con la mano. Fue entonces cuando, gracias al resplandor de una farola, pude distinguir su rostro. Era Rosa.
Me quedé de piedra. ¿Qué hacía la mayor de mis primas descolgándose furtivamente por un canalón en mitad de la noche? Apenas tuve tiempo de plantearme esa pregunta, pues Rosa se dio la vuelta, trepó ágilmente por la valla, saltó al otro lado y desapareció en la oscuridad. Al poco, escuché el ruido que hacía la ventana de Margarita al cerrarse. Y así acabó todo. Regresé a la cama y me quedé un rato tumbado boca arriba, reflexionando. Sólo se me ocurría una explicación para la insólita escena que acababa de presenciar: Rosa no deseaba que sus padres supieran que había salido de casa. Pero, ¿por qué? ¿Y adónde iba?
Aunque me moría de curiosidad, decidí ser discreto y no preguntar.

·                   * *

El segundo suceso ni siquiera merece tal nombre, salvo que llamemos suceso a tropezar con la Segunda Ley de la Termodinámica. Ocurrió cuatro días después, el miércoles por la tarde. Tía Adela, acompañada por Azucena, se había marchado a primera hora para hacer unos recados. Rosa y Margarita habían salido y Violeta estaba encerrada en su cuarto, así que la casa se encontraba más silenciosa que nunca. Salvo por la música –un viejo tango de Carlos Gardel– que brotaba del sótano.
Yo aún no había estado en ese lugar y tenía ganas de conocerlo, de modo que, tras pasar media tarde leyendo, dando vueltas y aburriéndome como una ostra, bajé las escaleras que conducían al sótano y llamé a la puerta con los nudillos. Como nadie contestó, abrí y asomé la cabeza por el umbral.
El taller ocupaba un recinto enorme, sin ventanas, y estaba absolutamente atestado de extraños cachivaches. Al fondo había un bando de trabajo iluminado por seis tubos de neón y, a su derecha, un tocadiscos y una vieja nevera. Dos de las paredes se hallaban cubiertas por toda clase de herramientas y utensilios, mientras que los muros restantes estaban ocupados por largos anaqueles de madera sobre los que descansaba una variada gama de indescriptibles artefactos. De mi tío no había ni rastro.
Casi sin darme cuenta de lo que hacía, entré en el taller y me aproximé a los anaqueles que se encontraban a mi izquierda. Allí había una docena de máquinas llenas de engranajes. Una de ellas consistía en una doble rueda giratoria en cuyo perímetro había cuatro pequeñas esferas de cobre. Estaba montada sobre un pie de madera en el que se leía sobre una plaquita: «Perpetuum mobile de primera especie».
Enarqué las cejas. Al parecer, aquello era un móvil perpetuo, una máquina que, tras recibir un primer impulso, no se detenía jamás. Pero eso era absurdo.
–Hola, Javier –dijo alguien a mi espalda.
Di un respingo y volví la cabeza. Tío Luis acababa de salir de una pequeña habitación contigua y me contemplaba con una sonrisa.
–Te he asustado, perdona –prosiguió–. Estaba en el almacén, buscando hijo de cobre, y no te he oído llegar.
–Creí que no había nadie –me disculpé–. Ya me voy...
–No, no, quédate. Siempre es agradable un poco de compañía –señaló con un gesto el artefacto que yo había estado examinando y preguntó–: ¿Sabes qué es eso?
–Es un móvil perpetuo.
–Exacto. Es la reproducción de un perpetuum mobile fabricado en Italia a comienzos del siglo dieciséis. Las esferas están llenas de mercurio y, al girar la rueda, producen el desequilibrio que, en teoría, mantendrá la máquina en eterno movimiento. Todos los cacharros que ves son diferentes clases de móviles perpetuos. Esos que estabas mirando se basan en el desequilibrio; aquellos otros, en el magnetismo, y los den fondo, en la hidráulica. Ese de ahí es invento mío: una rueda excéntrica sobre cojinetes magnéticos en una campana de vacío –sonrió con satisfacción–. Modestia aparte, es bastante ingenioso.
–Pero el movimiento perpetuo no existe –objeté.
–Tienes razón –asintió él–. ¿Y sabes por qué?
–Porque va en contra del segundo principio de la termodinámica.
Tío Luis me contempló con sincera admiración.
–Vaya, muy bien. ¿Te interesa la ciencia?
–Más o menos. Leo mucha ciencia ficción.
–Ah, bueno. Pues todos esos cacharros que tienes delante son pura ciencia ficción, porque no funcionan. Se lo impide el puñetero segundo principio de la termodinámica. ¿Sabes lo que afirma ese principio?
–Que el calor, y toda forma de energía, fluye de donde hay más hacia donde hay menos, hasta alcanzar el punto de equilibrio.
–Sí, señor, y precisamente eso es lo que les pasa a todos los móviles perpetuos: giran y giran hasta que alcanzan su punto de equilibrio y, entonces, se detienen. ¿Sabes?, desde 1911, la Oficina de Patentes de Estados Unidos no acepta ninguna solicitad de patente para una supuesta máquina de movimiento perpetuo. Y con razón.
Tío Luis señaló uno de sus artefactos. Era una rueda de madera montada sobre un eje horizontal, con una serie de ranuras semicirculares a través de las cuales se deslizaban bolas de acero.
–Este móvil perpetuo lo diseñó Leonardo da Vinci, pero tampoco funciona, claro. El propio Leonardo comprendió que se trataba de un empeño imposible y escribió estas sabias palabras...
Mi tío señaló la plaquita que había en la base del artefacto. Me incliné hacia delante y leí el texto que allí estaba grabado: «¡Oh, vosotros, investigadores del movimiento perpetuo! ¡Cuántas quimeras habéis engendrado en esta búsqueda!»
Alcé la cabeza y contemplé aquella curiosa colección de objetos imposibles.
–¿Los has construido tú? –pregunté.
Tío Luis asintió.
–Es una afición como otra cualquiera –dijo casi excusándose–. Un poco rara, pero inofensiva.
Reflexioné unos instantes.
–¿Y por qué lo haces? –pregunté de nuevo–. Quiero decir que, si sabes que el movimiento perpetuo es imposible, ¿por qué construyes estos aparatos?
–Pues precisamente por eso –contestó él–, porque es imposible. Verás, el segundo principio de la termodinámica implica que todo, no sólo los supuestos móviles perpetuos, todo, insisto, acabará a la larga por alcanzar su punto de equilibrio. A eso se le llama incremento de la entropía, y significa que tú, yo, la Tierra, el Sol, el universo entero acabará deteniéndose. Si te paras a pensarlo, resulta un principio deprimente. No me gusta, es como una condena a muerte sin posibilidad de indulto –suspiró–. Supongo que, ante una ley universal como ésa, uno debería resignarse, pero a mí no me da la gana quedarme cruzado de brazos. Por eso construyo móviles perpetuos, porque si alguno de ellos, por un milagro, llegara a funcionar, querría decir que el segundo principio de la termodinámica es erróneo... Aunque tú y yo sabemos que no lo es –volvió a suspirar–. Supongo que resulta un poco difícil de entender.
Medité unos segundos. Había cierta lógica en lo que decía mi tío.
–Es algo así como el santo Grial –sugerí–. Los caballeros del rey Arturo lo buscaban, aunque no existiese, porque lo importante es buscar el Grial, no encontrarlo.
Tío Luis alzó las cejas y me contempló con sorpresa.
–Exacto –dijo–. Eres muy listo, Javier; lo has expresado mucho mejor que yo. Mi santo Grial es el perpetuum mobile. Vaya, me has dejado de una pieza. Te mereces un premio. ¿Quieres un refresco?
Asentí con un cabeceo. Tío Luis se aproximó a la nevera y sacó dos botellas de Coca-Cola.
–¿Sabes? –dijo mientras bebíamos junto al banco de trabajo–, eres la primera persona que comprende lo que hago. Ni Adela ni mis hijas han entendido nunca que me dedique a fabricar artefactos imposibles. Pero, claro, eso una mujer jamás podrá entenderlo.
–¿Por qué?
–Pues porque las mujeres son más inteligentes que nosotros.  Más pragmáticas. Tienen los dos pies bien plantados en el suelo y les parece una estupidez dedicarse a tareas que no sirven para nada. Y supongo que tienen razón. Pero los hombres, al menos algunos, somos diferentes. Nos gusta soñar, ¿verdad? Por ejemplo, tú mismo. Has dicho que lees ciencia ficción, ¿no? Pues eso significa que eres un soñador. Y yo también lo soy –dio un largo trago a su bebida y guardó unos segundos de silencio–. Ay, Javier, tú no sabes lo que es vivir con cinco mujeres. Seis, si contamos a Ramona.
–Creo que estoy empezando a descubrirlo.
–No, qué va, no tienes ni idea. Y no es que me queje, ni muchísimo menos. Gracias a ellas llevo una vida tranquila y ordenada, pero... El problema es que les gusta demasiado el orden. No sé, cuando me encuentro a su lado siempre tengo la sensación de que estoy haciendo algo mal. Creo que por eso me refugio en este taller. Aquí puedo hacer lo que me dé la gana. Si en vez de poner un destornillador allí, lo pongo aquí, nadie me dice nada, y si decido perder el tiempo construyendo artefactos inútiles, pues es asunto mío. Créenme, Javier, este sótano es el paraíso.
Durante un rato bebimos en silencio nuestras Coca-Colas, directamente del gollete, con largos y circunspectos sorbos. Creo que fue entonces cuando comprendí de verdad lo que significaba la camaradería entre hombres.
–Mamá me contó que eres inventor –dije cuando acabé el refresco.
–Sí, pero no he inventado nada demasiado importante, no te creas. Un freno eléctrico para camiones, un sistema de suspensión hidráulica y cosas así –alzó una ceja, como si de repente hubiera recordado algo–. Ahora que lo pienso, sí que he hecho algo que te puede interesar. ¿Sabes que un componente del tren de aterrizaje del módulo lunar está basado en una patente mía?
Tío Luis procedió entonces a explicarme en qué consistía ese invento. Yo estaba encantado de que alguien de mi familia hubiera contribuido, aunque fuera un poquito, al programa de investigación espacial, pero apenas entendí sus explicaciones, demasiado técnicas para mis escasos conocimientos de mecánica. Al poco, lo reconozco, dejé de escucharle y mi mente comenzó a divagar sin rumbo fijo. De pronto, me acordé de Beatriz Obregón y de las Lágrimas de Shiva, y durante unos instantes consideré la idea de preguntarle a mi tío al respecto; pero la deseché al instante, pues en modo alguno deseaba quebrar los lazos de camaradería que aquélla tarde se había establecido entre él y yo.
Tío Luis concluyó su farragosa charla cuando el disco de Carlos Gardel llegaba a su fin. Mi tío se levantó para poner otro disco –esta vez uno de Frank Sinatra– y yo le eché un vistazo al banco de trabajo, sobre cuya superficie se amontonaban válvulas, diodos, transistores y toda suerte de componentes electrónicos que yo no podía identificar.
–¿Estás haciendo otro móvil perpetuo? –pregunté.
–¿Un móvil perpetuo? –tío Luis paseó la mirada por el banco y sacudió la cabeza–. No, qué va. Estoy construyendo un... bueno, es un proyecto nuevo sin demasiado interés –consultó su reloj–. Y ya voy muy retrasado. Creo que debería volver al trabajo.
Comprendí que deseaba quedarse solo, así que me despedí de él y abandoné el sótano.
Aquella noche, probablemente influido por mi charla con tío Luis, soñé con un mundo en el que los pájaros volaban y nunca dejaban de volar, un mundo en el que los ríos fluían sin pausa, en el que el viento arrastraba las nubes por toda la eternidad y el compás de la Luna daba cuerda para siempre al reloj de las mareas. Un mundo, en definitiva, de movimiento perpetuo.

·                   * *

Y llegamos, por fin, al tercero de los sucesos que acaecieron durante aquella lluviosa semana. Fue el más misterioso de todos y también el más importante, pues, en cierto modo, inició la cadena de acontecimientos que, a la larga, acabarían conduciendo al desenlace de esta historia.
Ocurrió al día siguiente de mi visita al sótano, durante el anochecer. Yo me encontraba en mi dormitorio, sentado frente a la mesa, leyendo una novela de Asimov. Un denso silencio, salpicado por el batir de la lluvia, envolvía la casa. De pronto, escuché el sonido de unos pasos aproximándose por el pasillo, un taconeo de mujer, leve y rítmico, que se detuvo al llegar frente a mi puerta. Alcé la cabeza del libro, pensando que alguien iba a entrar en la habitación, pero eso no ocurrió. Durante los siguientes segundos no hubo más que silencio y quietud.
Sentí un escalofrío. ¿Una mujer se había acercado a la entrada de mi cuarto para quedarse allí sin hacer nada? Me incorporé de golpe, me acerqué a la puerta y la abrí bruscamente. No había nadie. Sin embargo, me pareció advertir un movimiento frente a mí, algo así como el revuelo de una falda al doblar el recodo de la escalinata que conducía al desván. Eché a correr hacia allí, pero al llegar descubrí que aquel tramo de escaleras estaba vacío. Sentí un profundo desconcierto: ¿serían alucinaciones? Entonces me di cuenta de que en el aire flotaba un débil aroma, un perfume que ya había olido en otra ocasión.
De repente, experimenté la intensa sensación de que alguien me espiaba. Volví la cabeza y vi a Violeta, en el otro extremo del pasillo, mirándome fijamente con una extraña expresión en el rostro.
–La has visto –dijo ella al cabo de unos segundos.
–¿A quién?
Violeta ladeó la cabeza y me miró con aún mayor fijeza, como si yo fuera un jeroglífico difícil de resolver.
–Es increíble –murmuró–. Jamás hubiera pensado que tú, precisamente tú, pudieras verla.
–¿De qué hablas? –protesté–. No he visto nada.
Alzó la cabeza y aspiró por la nariz.
–¿A qué huele? –preguntó.
–A flores...
–A nardos. Pero ahora no es época de nardos.
–Pues será un perfume.
Violeta sacudió la cabeza.
Ninguna de nosotros esa perfume de nardos. Entonces, ¿de dónde viene el olor?
Me encogí de hombros. La verdad es que aquella conversación tan absurda me estaba poniendo nervioso.
–No tengo ni idea –dije, un poco irritado–. ¿Qué más da a lo que huela?
Violeta tardó unos segundos en contestar.
–Estás mintiendo –dijo finalmente–. La has visto.
Acto seguido, se dio media vuelta y echó a andar de regreso a su habitación.

·        * *

¿Qué había sucedido aquella tarde en la segunda planta de Villa Candelaria? Sinceramente, no lo sé. Oí el sonido de unos pasos y vi, o creí ver, el vuelo de una falda desapareciendo tras la escalera. Más tarde, cuando reflexioné sobre todo aquello, pensé que, si realmente se trataba de una falda, debía de ser muy amplia, de ésas que llegan hasta los tobillos. La larga falda de un vestido blanco. También percibí un aroma, el mismo perfume a nardos que invadió mi habitación la primera noche que pasé en Villa Candelaria, cuando creí escuchar una respiración en la oscuridad.
Evoqué una y otra vez aquellos momentos, intentando recordar algún detalle que me permitiera comprender lo que había sucedido, pero sólo pude llegar a conclusiones absurdas.
¿Había un fantasma en Villa Candelaria?
¿El fantasma de una mujer?
No tenía sentido, claro; los fantasmas no existen. Me estaba dejando sugestionar por aquel viejo caserón, con sus techos altos, sus rincones oscuros y todas las antigüedades que contenía, y eso me hacía ver, oír y oler cosas que no existían. Sin embargo... ¿Por qué tenía la sensación de que Violeta sabía, de algún modo, lo que me estaba pasando? De hecho, la actitud de Violeta hacia mí cambió por completo a partir de ese día, como si después de haber alzado un muro entre nosotros hubiera decidido, por algún motivo, derribarlo.
Al día siguiente –el viernes– amaneció nublado, pero sin lluvia. Desde primeras horas de la mañana hubo en Villa Candelaria un intenso trajín. Tía Adela había decidido encerar los suelos de la casa, así que ella, Ramona y mis cuatro primas, tras apartar muebles y alfombras, se armaron de bayetas y, puestas de rodillas, comenzaron a distribuir sobre la tarima capas y más capas de olorosa cera. Yo me ofrecí a colaborar y me fue asignado el papel de abrillantador: cuando el suelo de una habitación estaba convenientemente encerado, me ponía unos trapos en los pies y comenzaba a patinar de un lado a otro, dejando a mi paso estelas de refulgente brillo.
Más tarde, una vez que lacera hubo sido repartida por todos los suelos, mis primas se calzaron patines de paño y se sumaron con entusiasmo a la tarea de abrillantar. Supongo que ofrecíamos un espectáculo extraño, semejante a un grupo de patinadores deslizándose sobre un helado lago de madera, una estampa de invierno que, paradójicamente, tenía lugar a comienzos de verano.
A última hora de la mañana, cuando el entarimado brillaba como un espejo, tía Adela distribuyó por el suelo hojas de periódico, advirtiéndonos que debíamos desplazarnos por aquellos senderos de papel impreso y que, bajo ningún concepto, podíamos pisar la tarima. Rosa, Margarita y Violeta se dirigieron entonces al piso de arriba, y yo me quedé en el salón, medio tumbado en una butaca. Me encantaba el olor de la cera; era cálido y envolvente, y me recordaba a mi propia casa, cuando ayudaba a mamá a encerar los suelos. Cerré los ojos. Estaba cansado y me dolían un poco las piernas, pero era agradable dejarse llevar por aquel dulce sopor...
Advertí un leve ruido de pasos y abrí los ojos, Azucena, la menor de mi primas, estaba frente a mí, mirándome con fijeza.
–Hola –la saludé.
Azucena no contestó.
–¿Te has divertido patinando?
Azucena asintió.
–¿Sabes? –dije al cabo de un incómodo silencio–, hay algo que me extraña: siempre estás en casa, o con tus hermanas, o con tu madre. ¿No tienes amigos de tu edad?
Azucena se encogió de hombros. Un nuevo silencio.
–Oye, ¿es que tú nunca hablas?
Azucena negó con la cabeza.
–Pues qué bien... –suspiré mientras me incorporaba–. Bueno, Azucena, ha sido un placer charlar contigo, pero apesto a sudor,  así que será mejor que me cambie de ropa.
Seguido por la inquietante mirada de mi prima pequeña, abandoné el salón y subí a la segunda planta. Antes de ir a mi habitación me dirigí al cuarto de baño contiguo al dormitorio de Margarita, pues quería asearme un poco, pero no llegué a entrar. De hecho, me quedé paralizado frente a la puerta, sobrecogido, alucinado, estupefacto. El baño estaba ocupado.
En fin, mi estupor no se debía a que el baño estuviese ocupado, claro, sino más bien a la persona que lo ocupaba. La puerta se hallaba entreabierta y, a través de la rendija, podía ver con absoluta claridad a Margarita. Estaba duchándose. Completamente desnuda (como, por otra parte, es natural si uno se está duchando).
Creo que lo que sentí en aquel momento no fue exactamente una impresión erótica –aunque también–, sino estética. Margarita estaba preciosa desnuda, con el pelo revuelto y el agua acariciándole la piel. Parecía, no sé, una ninfa, un hada, una estatua de mármol bajo el surtidor de una fuente. Podría haber estado horas mirándola, y en cierto modo horas me parecieron los escasos segundos que permanecí allí, frente al baño, contemplando su resplandeciente desnudez, pero por fortuna no tardé en recobrar el juicio. Si alguien me descubría haciendo lo que estaba haciendo, difícilmente iba a poder convencerlo de que yo no era un asqueroso mirón –de hecho, lo era–, así que, procurando no hacer ruido, me alejé del baño y entré en mi habitación.
Sentía que me ardían las mejillas. Dejando aparte las revistas prohibidas que mi hermano conseguía no sé cómo ni dónde, era la primera vez que veía a una mujer desnuda. Y debo confesar que no podía quitarme esa imagen de la cabeza, como si las doradas curvas de mi prima poseyeran una cualidad magnética que me impidiera apartarlas de la mente. Tan alterado estaba que di un brinco cuando sonaron unos golpes en la puerta.
–¿Quién es? –exclamé con voz demasiado alta y agua.
–Violeta. ¿Puedo entrar?
Me acerqué en tres zancadas a la puerta y la abrí de par en par.
–¿Qué quieres? –pregunte: estaba hecho un manojo de nervios.
Violeta me miró con curiosidad.
–¿Te pasa algo? –preguntó.
–No, qué va. Estoy muy bien, fenomenal, perfectamente. ¿Por qué lo dices?
–No sé, pareces acalorado.
–Será por el ejercicio. Bueno, ¿querías algo?
Violeta dudó un instante. Luego, se encogió de hombros y me tendió el libro que llevaba en una mano.
–Venía a traerte esta novela –dijo–. No es ciencia ficción, pero he pensado que podría gustarte.
Cogí el libro sin tan siquiera echarle un vistazo a la portada.
–Vale, muchas gracias, lo leeré. ¿Algo más?
–No... –entrecerró los ojos–. ¿Seguro que estás bien?
–Como una rosa –respondí–. Gracias por el libro. Hasta luego.
Cerré la puerta de golpe, enjugué con la manga de la camisa el sudor que me perlaba la frente y me senté en el borde de la cama. Intenté tranquilizarme. Me sentía pillado en falta, como si todo el mundo supiese que había estado espiando a Margarita. Pero eso era fruto de mi imaginación, pensé, nadie me había visto y lo mejor que podía hacer era dejar de darle vueltas al asunto.
Respiré hondo varias veces y sacudí la cabeza para espantar el recuerdo del (maravilloso) cuerpo de mi prima. Al cabo de unos minutos, cuando recuperé mi temperatura normal, me di cuenta de que todavía tenía en las manos el libro que me había dado Violeta. Lo miré; se titulaba El guardián entre el centeno, y su autor era un tal K.D.Salinger.
Contemplé la novela con desconfianza. El título era muy raro y yo albergaba serias dudas sobre los gustos literarios de mi prima, así que no era precisamente entusiasmo lo que sentía cuando abrí el libro y comencé a leer el primer párrafo.

«Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.»

·        * *

Volvió a llover por la tarde. Después de comer, subí a mi cuarto, me tumbé en la cama y estuve un par de horas leyendo El guardián entre el centeno. Aquella novela me había atrapado desde las primeras líneas, y eso a pesar de que apenas tenía argumento. El relato, narrado en primera persona, cuenta la historia de Holden Caulfield, un chico de diecisiete años que, poco antes de Navidad, se fuga del colegio. Y ésa era toda la trama de la novela: los tres días que duraba la fuga del protagonista. Pero, además, aquel relato mostraba los recuerdos, los pensamientos y las emociones de Holden, su confusión, su tristeza y su sentido del humor. Lo cierto es que no podía evitar identificarme con él, y muchas de las cosas que expresaba el personaje, aunque yo nunca las hubiera pensado, pasaban a ser mías al segundo siguiente de leerlas.
Pero había algo más. No tardé en comprender que, cuando Holden Caufield decía algo, en realidad quería decir otra cosa, como si por detrás del texto escrito hubiera palabras invisibles. En cierto modo, aquel libro eran dos novelas a la vez: una, la que podía leerse, y otra, la que se intuía más allá de la letra impresa. Y eso, creo yo, era lo que prestaba tanta autenticidad al relato, pues la vida, como averigüé con el paso de los años, siempre esconde algo distinto a lo que uno advierte a primera vista.
A eso de las cinco y media, cansado de la soledad del dormitorio, decidí continuar la lectura en la planta baja. Me dirigí al salón y, al llegar, descubrí que allí se encontraban todas las mujeres de la familia; es decir, casi la familia al completo, con la única excepción de tío Luis quien, a juzgar por la música que surgía del sótano, estaba trabajando en su taller.
Mi tía y sus cuatro hijas componían una estampa apacible, una imagen serena que más adelante, en el recuerdo, siempre asociaría con la calma del verano. Se hallaban muy cerca las unas de las otras, en una esquina, entre el mirador y un gran ventanal (supongo que para aprovechar mejor la luz). Rosa estaba sentada en un sofá, con un gran cuaderno de dibujo sobre las rodillas y un lápiz en la mano. A su lado, tía Adela, armada de hijo y aguja, se dedicaba a bordar sobre una tela montada en un bastidor. Violeta se hallaba tumbada en el suelo, escribiendo con un bolígrafo Bic en uno de sus cuadernos de papel cuadriculado. Azucena permanecía sentada a los pies de su madre, mirándolo todo.
En cuanto a Margarita, la verdad es que me quedé con la boca abierta cuando vi lo que hacía, pues, al igual que su madre, estaba bordando. Margarita Obregón, la rebelde, la izquierdista, la revolucionaria, ¡estaba bordando como una burguesita del siglo pasado! Quién iba a decirlo... Me aproximé a ella y contemplé su labor: una rosa escarlata entre zarcillos de hiedra. Supongo que Margarita debió de advertir la ironía que chispeaba en mi mirada, pues clavó la aguja en la tela, dejó el bastidor a un lado, se levantó, me pasó un brazo por lo hombros y me dijo:
–Hombre, primito, me alegro de verte. Anda, ven un momento conmigo, que quiero comentarte una cosa.
Me condujo al recibidor, se detuvo junto a la escalera y me miró sonriente, sus hermosos ojos azules parapetados tras las gafas de John Lennon.
–Supongo que te ha extrañado verme bordar –dijo–. Es natural, no encaja con mi carácter. Pero me gusta bordar, qué voy a hacerle. Es una afición como otra cualquiera que me ayuda a relajarme. Claro que alguno que otro podría tomárselo a cachondeo, y eso no me gustaría nada. ¿Comprendes?
–Por supuesto –contesté, reprimiendo a duras penas una risita sardónica.
–Siempre he pensado –prosiguió ella– que hay que se comprensivo con las debilidades ajenas. Por ejemplo, comprendo perfectamente que esta mañana me estuvieras espiando mientras me duchaba.
Me puse rojo como un tomate y empecé a farfullar, intentando rebatir esa acusación, sin encontrar las palabras adecuadas para hacerlo.
–No te molestes en negarlo, Javier, porque, aunque no llevaba las gafas puestas, te vi perfectamente. Además, me da igual, no me avergüenzo de mi cuerpo y tampoco me parece tan malo alegrarle la vista a mi querido primito –hizo una pausa–. Pero quizá tus tíos no sean tan comprensivos como yo, ¿no te parece? Dime, ¿te gustaría que mis padres supieran que has estado espiándome mientras me duchaba?
Sacudí la cabeza, con tanta energía que noté un tirón en el cuello.
–Claro que no –continuó ella–.  A mí tampoco me gustaría que fueras contando por ahí que me gusta bordar. Lo comprendes, ¿verdad?
Asentí varias veces.
–De acuerdo, pues. Ahora, regresemos, primito, no vaya a ser que piensen que estamos haciendo algo feo.
Me guiñó un ojo y echamos a andar camino del salón. Y yo me quedé allí, de pie en medio del recibidor, sintiéndome pillado en falta. Sin embargo, quizás a causa de la actitud de Margarita, tan desinhibida, aquello ya no me importó tanto. Regresé al salón unos minutos después y contemplé, por encima de su hombro, el dibujo que estaba realizando Rosa. Era un boceto a lápiz de la habitación con la perspectiva muy fugada.
–Dibujas muy bien –dije.
–Gracias, hago lo que puedo –contestó ella–. Tengo que practicar para el ingreso en Arquitectura –me miró de reojo y, como si de pronto se le hubiera ocurrido una idea, agregó–: ¿Quieres ayudarme? Siéntate en ese sillón, frente a mí; voy a hacerte un retrato.
Hice lo que Rosa me había pedido, pero siempre me ha incomodado posar, así que no sabía cómo ponerme.
–¿Qué hago? –pregunté.
–Quédate quieto. Ponte a leer si quieres.
Abrí El guardián entre el centeno y reanudé la lectura. Rosa pasó una página de su cuaderno de dibujo, me miró fijamente durante largo rato y luego, con trazos rápidos y precisos, comenzó a desplazar el lápiz por el papel. Poco después, tía Adela se levantó, puso un disco de Bach y siguió bordando. Al cabo de un rato, las nubes se disiparon y la tarde se tornó luminosa. Y así fue cómo, por vez primera, participé del lento ritmo que presidía la vida en Villa Candelaria.
Y creo que también fue entonces cuando realicé un importante descubrimiento. Rosa dibujaba, tía Adela y Margarita bordaban, Violeta escribía, Azucena miraba. Concentradas cada una de ellas en su tarea, no hablaban entre sí, pero de algún modo estaban completamente unidas, como si les bastara el silencio para comunicarse, como si fueran un único organismo. No pude evitar sentir un poco de envidia por aquella armonía, y también tristeza, pues comprendí que yo jamás podría formar parte del íntimo universo que componían esas cinco mujeres. Y eso era así no por ser yo un intruso sino, sencillamente, por mi condición de hombre.
Aquella tarde también aprendía a apreciar el paso del tiempo y a percibir los tenues cambios de luz conforme el sol se desplazaba en el cielo, transformando los colores, prolongando las sombras, mientras la atmósfera iba adquiriendo, poco a poco, la textura de la noche. Fue una tarde mágica e irrepetible. Lo cierto es que leí muy poco, pues de repente todo me parecía digno de ser observado. Rosa me miraba a mí y dibujaba, y yo veía a Violeta escribir, preguntándome qué escribía, y Violeta, de cuando en cuando, me contemplaba de reojo, supongo que para asegurarse de que yo leía la novela que ella me había prestado. Y, entre tanto, Azucena nos miraba a todos.
Poco antes del anochecer, Rosa terminó el retrato y me lo mostró. En él aparecía yo de medio cuerpo, con un libro abierto entre las manos, la cabeza inclinada y mirando de reojo a mi derecha (seguramente a Violeta). El retrato era bueno, muy bueno, pero lo que más me impresionó fue la mirada que Rosa había plasmado en mis ojos, poniendo en ellos una mezcla de asombro y desconcierto que, a mi modo de ver, reflejaba con fidelidad lo que yo era en aquel entonces. Y, supongo, lo que todavía sigo siendo.
Rosa me regaló el dibujo; aún lo conservo y frecuentemente me quedo mirándolo largo rato, para no olvidarme, imagino, de las muchas cosas que aprendí durante ese verano.

·        * *

El sábado me desperté muy temprano, pero me quedé en la cama leyendo sin descanso hasta que terminé el libro, y aun entonces permanecí un rato más tumbado, pensando. El guardián entre el centeno me había impresionado como, hasta entonces, pocas lecturas lo habían hecho. Me sentía conmovido, y también un poco más sabio. Había un pasaje, en particular, que sin saber muy bien lo que quería decir, se me antojaba lleno de significados. Antes de levantarme lo releí:

«¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir? Verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer.»

Resulta un poco raro, ya lo sé, pero exactamente así me sentía yo, como alguien que buscara su sitio en el mundo sin saber muy bien cómo es ese lugar ni dónde se encuentra.
Me levanté muy tarde, de modo que desayuné solo en la cocina, con la intermitente compañía de Ramona, que iba y venía ocupada en sus quehaceres. Luego, tras deambular un rato por la casa en Busca de Violeta, sin encontrarla, me dirigí a la biblioteca y allí pasé unos minutos mirando los libros que atestaban los anaqueles de la librería. Casi todos eran ediciones antiguas de obras escritas por autores para mí desconocidos. No tardé, sin embargo, en encontrar un título familiar. Era Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, una novela que está considerada como el primer libro de ciencia ficción Aunque había visto películas basadas en esa novela, no la había leído, así que la saqué del estante y, tras sacudirle el polvo, la abrí por el principio.
Era una edición de 1897, con tapas de cartón y un papel grueso y poroso que ahora amarilleaba a causa del tiempo y la humedad. Pero no fue ninguno de esos detalles lo que me llamó la atención, sino lo que aparecía escrito en la primera página con tinta verde y cuidada caligrafía. Era un nombre, Beatriz Obregón Hurtado, y una fecha, 1901.
Me quedé de piedra. ¿Ese libro había pertenecido a Beatriz Obregón, la misteriosa antepasada que, según Margarita, era la ladrona de la familia? Fue como ver, esta vez de forma tangible, un fantasma. Me aproximé al retrato de Beatriz y lo contemplé durante mucho rato, sintiendo una extraña sensación de irrealidad al tener entre las manos un objeto que había pertenecido a esa mujer, como si las décadas que nos separaban hubieran quedado borradas de golpe al compartir, ella y yo, aquel libro.
Entonces, la puerta se abrió y Violeta entró en el salón. Llevaba una camisa muy amplia, con las mangas enrolladas, unos viejos pantalones vaqueros y botas de baloncesto. ¿Por qué se empeñaba, me pregunté, en vestir como un chico?
–Hola –la saludé.
Sin contestarme, Violeta le echó un vistazo al cuadro que yo había estado mirando.
–Es guapa, ¿verdad? –dijo, sin apartar los ojos del retrato.
–Sí, mucho, aunque parece triste –le mostré el ejemplar de Frankenstein–. Mira, he encontrado un libro con su nombre.
Violeta se encogió de hombros.
–Hay muchos libros suyos por la casa, casi todos novelas góticas. A Beatriz le gustaban las historias tremebundas, como a ti. Por cierto, ¿ya has leído el libro que te presté?
–Sí, y me ha encantado. Es..., es..., es como si el autor lo hubiera escrito para mí. En fin, no sé cómo explicarlo, pero me ha gustado mucho. ¿No te importa que me lo quede unos días más? Me gustaría volver a leerlo.
Los labios de mi prima iniciaron una sonrisa.
–Te lo regalo –dijo–. Tengo otro ejemplar. Y haces bien en releerlo; yo ya lo he hecho siete veces.
–Pues gracias..
Violeta volvió la mirada hacia el retrato de Beatriz y guardó unos segundos de silencio.
–Creo que es ella –dijo al fin.
–¿Cómo?...
–Beatriz Obregón. Me parece que la viste el otro día.
–¿Te has vuelto loca? Yo no...
–Anteayer –me interrumpió–, cuando nos encontramos en el pasillo, te vi mirando hacia la escalera. Estabas pálido, Javier, y parecías asustado. ¿Qué viste?
En fin, podía haber seguido negándolo todo, pero no parecía que Violeta fuese a reírse de mí –más bien todo lo contrario–, así que al final acabé por hablarle del episodio de la respiración en el dormitorio, de los pasos que escuché tras la puerta y del vuelo de una falda que creí ver en las escaleras. Violeta se quedó pensativa y, tras un prolongado silencio, dijo:
–Siempre es así; nunca aparece del todo –suspiró–. Yo también la he visto, Javier. Muchas veces. N movimiento que entrevés por el rabillo del ojo y, cuando vuelves la cabeza, ya no hay nada; un reflejo en el cristal de la ventana, una sombra, el sonido de unos pasos, la sensación de que hay alguien a tu lado cuando estás sola... Y siempre, siempre, siempre, el olor a nardos. ¿Y sabes lo más extraño de todo? Nadie más la ha visto, ni mis padres ni mis hermanas –hizo una pausa y agregó–: Bueno, puede que Azucena sí. Hace unos años, cuando era muy pequeña, hablaba de una señora de blanco que venía a visitarla por las noches. Mis padres pensaban que eran fantasías suyas...
–Un momento –la interrumpí–. ¿Estás diciendo en serio que hay un fantasma en la casa?
Violeta desvió la mirada. De repente, parecía avergonzada.
–Creía que sólo yo podía verla. Incluso llegué a pensar que estaba chiflada. Y ahora, de repente, apareces tú y también la ves. Es extraño, la verdad, no sé qué pensar.
–A ver si nos aclaramos –insistí–. Dices que aquí hay un fantasma –señalé el cuadro–. ¿El fantasma de Beatriz Obregón?
Mi prima se encogió de hombros.
–No estoy segura, pero creo que sí, que es ella.
Me eché a reír.
–Eso es una tontería –objeté–. Los fantasmas no existen.
Violeta frunció el ceño.
–Entonces, ¿cómo explicas lo que te pasó?
.Yo qué sé. Imaginaciones mías. Pero, ¿fantasmas?... Es absurdo.
–¿Y eso quién lo dice? –replicó ella, airada–. ¿Alguien que sólo lee ciencia ficción?
–La ciencia ficción no trata de fantasmas.
–No, claro, trata de hombrecitos verdes, que es un tema mucho más serio.
Respiré hondo. Violeta tenía la virtud de sacarme de quicio.
–Cuando leo ciencia ficción –repuse con mal reprimido enfado–, sé que lo que leo es una fantasía. Pero tú me estás hablando de la vida real. Así que hay un fantasma en la casa, ¿no? –le dediqué la más sarcástica de mis sonrisas–. ¿Y por casualidad no has visto gnomos en el jardín?
Violeta encajó la mandíbula y puso los brazos en jarras.
–Tan estúpido es el que se lo cree todo –me espetó, muy, pero que muy enfadada–, como el que no se cree nada, aunque los hechos demuestren lo contrario –resopló–. No sé por qué pierdo el tiempo hablando contigo.
Sacudió la cabeza y echó a andar hacia la salida. Entonces me di cuenta de que estaba siendo injusto. Violeta se había acercado a mí, por primera vez, pensando que compartíamos algo –aunque fuera algo tan ridículo como un presunto fantasma–, y con mi actitud lo único que iba a conseguir era separarnos de nuevo.
–Espera –la contuve–. Vale, perdona, no debería haberme reído de ti –dice una pausa y proseguí–: Vamos a ver, supongamos que hay un fantasma, y supongamos también que es el fantasma de Beatriz Obregón. Entonces, ¿qué quiere? ¿Por qué se dedica a dar vueltas por la casa jugando al escondite?
Todavía malhumorada, Violeta murmuró:
–No lo sé.
–Pues entonces cuéntame algo de Beatriz Obregón. Margarita comentó que era una ladrona, pero no me dijo nada más. ¿Qué hizo esa mujer? ¿Y qué son las Lágrimas de Shiva?
Poco a poco, el semblante de Violeta se fue serenando.
–¿No conoces la historia?
–No.
–Pues te la voy a contar. Pero no aquí. Anda, vamos a dar un paseo.
Dicho esto, se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta. Devolví a toda prisa el viejo ejemplar de Frankenstein a su lugar en la librería y fui tras mi prima.
–¿Adónde vamos? –pregunté.
–Al cementerio –contestó Violeta.